Quizá todas las amarguras y desilusiones del último año, sobre todo en el campo político, adentro y afuera, han terminado por despertar en mí al optimista ingenuo que siempre rehuí ser, al vitalista que archivé al entrar en la madurez, al biempensante que nunca he sido. Me explico:
Hasta el último momento estuve convencido de que era imposible una reelección de Donald Trump en Estados Unidos por considerar que se trataba de una sociedad seria, una democracia sólida de fuertes instituciones, con equilibrios y contrapesos, mecanismos de control eficaces, una nación con una clase empresarial lúcida y astuta que no se iba a meter en la aventura populista de un enfermo loco y mitómano, dispuesto a atropellar el universo entero en su ambición de poder; hasta creí que había unas reservas si no morales sí de inteligencia en el Gran Partido Viejo (GOP, por sus siglas en inglés), como llaman los conservadores gringos a su partido Republicano.
Pero luego se desgajaron uno a uno los acontecimientos del 2024 hasta el terrible resultado final: Trump ya está reinando hace tres meses, arreciando tempestades en la geopolítica de ambos hemisferios, pateando la gran conquista de los sistemas y la lógica multilateral para reconstituir los mapas a su acomodo, jugando con candela en el tema del mercado mundial, y hasta renombrando sitios con el mero instrumento de su voluntad. En todo ese itinerario de su segundo ascenso al poder, pudimos constatar de nuevo que la política gringa y su realidad de solo dos partidos con vocación de poder y capacidad económica para acceder hegemónicamente a él son un lastre real para una democracia; pero luego constatamos que allá ser un convicto, una persona sub judice, no es un impedimento para ser candidato y quizá presidente, y no por el eventual castigo de unas masas votantes sino porque el sistema legal no lo prohíbe.
Más tarde vimos a una Corte Suprema comprar la tesis de unos abogados (los de Trump, justamente) de que un presidente de ese país debe tener inmunidad en el ejercicio de sus funciones, aun en los casos en que se cometan crímenes, pues el mandatario de la primera potencia está demasiado ocupado como para detenerse en detalles que lo distraigan de su función superior; también vimos las maniobras legales para aplazar los múltiples juicios contra él hasta después de elecciones.
En los últimos meses de campaña supimos que no existen topes electorales en ese país, y que las normativas sobre donaciones, con todas sus talanqueras se hacen relativas si se realizan por intermedio de los Comités de Acción Política (los famosos PAC). Y hasta vimos a Elon Musk en Wisconsin repartiendo cheques de un millón de dólares a los votantes para suplir una vacante en la Corte Suprema, bordeando los límites de las reglas de confidencialidad del voto y de incentivos indebidos. Y, aunque Trump ganó por voto popular, de nuevo volvimos a sufrir aquel intrincado sistema de los votos electorales que niega ese principio universal de la democracia de “una persona, un voto”, y que termina imponiendo la dictadura de unas minorías para hacer ganar a un candidato, así pierda en el acumulado final (como le ocurrió a Trump con Hillary Clinton) o dejar la sensación de que la última victoria de Trump fue una aplastante, de 312 votos electorales contra 226 (58 % versus 42%), así la diferencia real de sufragios haya sido entre un 49,8 y un 48,3 por ciento.
Ganadas las elecciones, todos los procesos penales y civiles contra él se cayeron, y hasta la condena por 34 cargos, varios muy graves, produjo apenas el gesto simbólico de reafirmarlo como criminal, pero sin cárcel ni multa.
Frente a todo este panorama, y cayendo en la triste lógica de “mal de muchos, consuelo de tontos”, vengo a descubrir que esta democracia nuestra, la de la acomplejada y siempre pospuesta Colombia, termina mostrando más solidez, o menos contradicciones de fondo, que la de la muy publicitada primera potencia mundial. Aquí rige aquello de una persona, un voto, y hay varios partidos con vocación de poder; aquí, si bien hay burla a los topes máximos de financiación de elecciones, al menos constituyen un dique para que cualquier dinero entre libremente a campañas. Aquí comprar votos es un delito; aquí no elegimos presidentes condenados ni los dejamos ser candidatos. Aquí, la rama judicial, en su apego a la ley, se ha hecho matar por el narcotráfico, y nos ha sorprendido más de una vez llevando a la cárcel a políticos, parapolíticos, y una Corte ha puesto entre los palos a presidentes y expresidentes. Aquí, una jueza valiente está a las puertas de condenar a un todopoderoso y siniestro expresidente.
Aquí nos amenazaron con que si votábamos por Petro esto se iba a volver Venezuela, y aunque el hombre cada vez se asemeja más a Hugo Chávez en las formas, en sus delirios bolivarianos y decimonónicos y sus nostalgias de izquierda sesentera, y hasta en el lenguaje y las estrategias para descalificar a los opositores, ha habido una institucionalidad que ha resistido, desde un Congreso corrupto que no se ha dejado comprar del todo, hasta unas cortes que no le copian la tesis de que él es quien manda en todo el Estado, y un banco central que defiende el papel de autonomía que le confiere la Constitución.
Trump en Estados Unidos, por la comparación inevitable, y Petro acá adentro, por el forcejeo entre su fabulosa capacidad para elevarse en retóricas y ventas de humo y sus falencias rampantes para aterrizarlos en la realidad, son la demostración fehaciente de que en realidad la democracia gringa nunca fue muy muy ni la nuestra tan tan.