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Jaime Esteban Moreno tenía 20 años, iba a ser ingeniero de sistemas, pero eso ya no será posible. Juan Carlos Suárez tiene 27, quizás iba a ser profesional, pero eso quedó aplazado tal vez para siempre, y si llega a los 50 años estará pagando condena en una cárcel, lo mismo que Ricardo González, de 22, que nunca tendrá un título universitario y envejecerá en una prisión colombiana. Suárez, supuesto estudiante de la U de los Andes, y González, vendedor de perros calientes en San Victorino, asesinaron el pasado 30 de octubre a Jaime Esteban en un frenesí de ira, violencia irracional y odio desbordado que todos vimos en varios videos. Allí también se ve a una chica con un disfraz azul que parece ser la instigadora de la golpiza brutal. Irónicamente ocurrió en una fiesta de Halloween, en un espacio para disfrutar de la vida y de la despreocupación de ser jóvenes; esa noche tres vidas se malograron en pocos minutos, así como el normal devenir y la historia de al menos tres familias. En la audiencia para definir una medida de detención preventiva, el argumento de Suárez fue que Jaime Esteban se había sobrepasado con una mujer.
Perspicazmente, la jueza al frente de esta parte inicial del proceso hizo alusión a algunos elementos que hacen aún más escabroso y preocupante todo el episodio, empezando por el disfraz con el que estaba caracterizado Suárez, quien esa noche era Darth Maul, el personaje que opta por el lado oscuro de la fuerza en la construcción dualista del universo en la saga Star Wars; también manifestó su profunda impresión ante la inexpresividad pétrea de Suárez en todo momento y su aparente convicción de no haber hecho nada malo. En los días siguientes al asesinato, se especuló que el disfraz de González evocaba a Bonnie, el conejo sanguinario de la franquicia de videojuegos Five nights at Freddy’s, y que la mujer de azul buscaba representar a Kitara, otro violento personaje de ese mundo virtual.
Más allá de una violencia simbólica y digital que podría estar desbordando la mente de mucha gente joven, trastocando las valoraciones morales y éticas sobre la vida, el castigo, la muerte, la justicia por mano propia, algo que debería estar discutiéndose ya en todas partes, en Colombia preocupa, angustia, la violencia real, omnipresente, que invade ya todos los ámbitos y está generando ejecuciones sumarias hasta en las calles de nuestras ciudades. Eso fue la golpiza a Jaime Esteban, una sentencia de muerte por razones desconocidas; eso fue lo que le sucedió a Mauricio Cendales la semana pasada, linchado luego de atropellar a varios motociclistas e intentar huir.
A comienzos de noviembre otro episodio mostró hasta dónde hemos normalizado la muerte y perdido todo escrúpulo hacia la violencia cuando la reina de Antioquia, Laura Gallego, además influencer, planteó en redes el interrogante de a quién le pegaría un tiro si a Petro o a Daniel Quintero, así desenfadada, divertida, como quien indaga qué regalo va a dar en la Navidad. Se lo preguntó a dos precandidatos a la presidencia, y uno de ellos, Santiago Botero, respondió que a Quintero, como quien dice cualquier cosa; ante esa respuesta, la reina complementó invitándolo al menos a darle “un cachazo a Petro”. Los medios repudiaron el hecho y la respuesta de Botero, pero de modo sorprendente consideraron adecuada la del otro candidato inquirido, Abelardo de la Espriella. Para él, Petro y Quintero “no valen ni una bala”, y mejor los enviaría a la cárcel. ¿Una vida humana no vale ni una bala?, ¿la vida de un presidente no vale ni una bala? Todo un mensaje para el resto, para la gente joven, para personajes como Juan Carlos Suárez y Ricardo González.
Peor aún, la reacción posterior de la propia Gallego, quien defendió su derecho a expresar su opinión y su “pensamiento político”. Y prefirió renunciar a ser reina “antes que traicionarse”. ¿En qué momento la apología al asesinato, la invitación a cometer un crimen se volvió “pensamiento político”? ¿En qué momento entramos definitivamente en “el lado oscuro de la fuerza”?
En la última semana, Armando Benedetti, el hombre más cercano al presidente Petro, el ministro de la política, entregó una respuesta parcial a esa pregunta cuando calificó de “delincuente, loca y demente” a una magistrada de la Corte Suprema de Justicia porque lo está investigando. Una reacción en la misma línea de los insultos casi cotidianos de su jefe contra quienes le hacen oposición y en la misma lógica de su guerra a muerte bolivariana, y sus llamados a tomarse las calles, los parques. Desde el otro extremo le responden de un modo muy similar, aunque nadie como María Fernanda Cabal para demostrar que la violencia, la agresión, es “pensamiento político”, mucho carácter, y que es un derecho legítimo expresar lo uno y lo otro. No vale la pena recapitular de nuevo todo el discurso de odio que ha desplegado en los últimos diez años desde que envió al infierno a García Márquez por ser comunista hasta la afirmación de la semana pasada de que solo un cerebro lleno de cemento cree ingenuamente aquello de que hubo un exterminio de la Unión Patriótica como crimen de Estado.
Juan Carlos Suárez no lo sabe, y mejor que no lo sepa para no darle más pretextos como criminal, pero detrás de su conducta violenta, de su aparente convicción de no haber hecho algo malo, de no arrepentirse por esa golpiza que le costó la vida a otro muchacho, hay todo un país, y en especial una clase dirigente que nos ha llevado a este delirio, a esta crispación, a esta acometividad furiosa en la que es válida la descalificación por pensar o actuar diferente, el castigo desmesurado sobre el oponente, su desaparición real o simbólica, y en donde la vida perdió su consideración de sagrada, e incitar al homicidio es un “pensamiento político”.
