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Marbelle y los DD. HH.

Sergio Ocampo Madrid

12 de diciembre de 2022 - 12:00 a. m.

Esta semana que pasó nos enteramos de que Marbelle está tomando clases de derechos humanos. La prensa no contó en dónde ni cuál es la intensidad horaria, ni si tiene que presentar exámenes finales o si puede reprobar; solo revelaron que ese es su compromiso con la Fiscalía como parte de la conciliación a la que llegó luego de haber ultrajado a Francia Márquez con sus comentarios racistas y de paso a toda la comunidad negra del país.

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De inmediato se me vino a la mente un recuerdo viejo, de 1999, uno que todavía lastima. En marzo de ese año, luego de estar desaparecidos una semana, probablemente en poder de las Farc, fueron hallados los cadáveres de los indigenistas estadounidenses Terence Freitas, Ingrid Washinawatok, y Laheenae Gay, quienes habían venido a Colombia para un acompañamiento a la comunidad u’wa. Las Farc los asesinaron y lo admitieron en mayo. Entonces, Olga Marín, hija de Tirofijo y por entonces compañera de Raúl Reyes, le reveló a la prensa cuál iba a ser la pena para los homicidas, de acuerdo con la justicia revolucionaria. Consistía en tomar clases para aprender a leer y escribir, y en caso de que alguno ya fuera alfabeta, el castigo implicaba leerse unos tres o cuatro libros. Sin palabras. Es muy honda la descomposición a la que tuvimos que haber llegado para equiparar la base del acceso al conocimiento con una expiación, y la idea de que acabar una vida humana, inocente, no combatiente, tres en este caso, se purga, se compensa leyendo algunos libros, así en genérico. Un desprecio por el valor de la vida; un desprecio absoluto por el conocimiento.

Se dirá que algo va entre no saber leer y escribir, y desconocer los derechos humanos, y que quizás exagero. Puede ser cierto, pero también lo es que existe una profunda relación entre lo uno, o sea leer libros y hasta escribirlos, y lo otro, o sea conocer algo de los derechos humanos y ponerlos en práctica. En realidad, creo que hay vasos comunicantes muy vigorosos entre ambos y se pueden empezar a intuir en la frase de que “quienes leen libros disparan menos armas”. Una máxima simple, pero, sin duda, todo un axioma.

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Ser estudiado no hace a nadie de modo automático una buena persona y ni siquiera respetuoso de los derechos humanos, pero la educación sí consigue, en la mayoría de casos, que un ser humano dependa cada vez menos de atavismos culturales, pensamientos mágicos, incluidas las religiones, y aleja la vida de los sentidos fatalistas y predestinados; también deja a las personas menos expuestas a digerir sin defensas ni cuestionamientos las verdades pontificadas y sacralizadas por los poderosos. Hay, además, una conexión directa entre educación y conciencia de los propios derechos, de la dignidad y de las exigencias de respeto a esos derechos, y de los mecanismos para hacerlos prácticos. Un dato lo sustenta de modo perfecto: en las elecciones de Estados Unidos de hace dos años, el 64 % de los votantes por Donald Trump fueron población blanca sin ningún nivel universitario. Fueron estos los que compraron sin cuestionamientos las teorías del complot mundial y las afirmaciones sin sustento del republicano sobre el fraude electoral en su contra.

Según datos de la OCDE, un 49 % de la gente con alto nivel educativo admite ser religiosa, versus el 83 % de aquellos con niveles más bajos. Tampoco pretendo decir que el sentir religioso es equiparable a la ignorancia. No, la espiritualidad y hasta la adscripción a una doctrina no es solo respetable sino válida y enriquecedora. Y con el tamiz del estudio, es una elección de la conciencia y una decisión de la fe, no una imposición ni un camino único.

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Volviendo al caso de Marbelle, es interesante que esté estudiando derechos humanos, aunque es triste que sea como parte de una pena que debe cumplir. No sé qué tanto respeto se pueda adquirir por la diversidad, por la pluralidad, en unas clases magistrales de las que además no conocemos detalle, y qué tan significativo sea ese aprendizaje en el sentido de ampliarle la mente y las perspectivas a una persona y hacerla más comprensiva ante la diferencia, más asertiva para expresar sus desacuerdos y más ponderada en sus juicios. Quizá no se logre un cambio en el fondo, pero tal vez sí un poco en la forma. Y eso es una pequeña ganancia. De todos modos, creo que el racismo es un crimen mayor y no se remedia pidiendo disculpas ni asistiendo a clases, como una vida humana no se paga aprendiendo a leer y escribir, a la fuerza, o leyendo tres libros.

Tal vez es tarde para Marbelle, y no lo digo porque esté vieja sino porque como ella somos millones los que crecimos en esta cultura del que grita más, del que se impone a la fuerza, del desconfiar como clave de supervivencia, de las conexiones sociales sobre los derechos, de las exclusiones y las inequidades como parte del orden natural de las cosas. Nos podrían meter a todos en clases de derechos humanos y tal vez los cambios serían más de forma que de fondo.

Sin embargo, todo este episodio y la noticia, más chismosa que pedagógica, de que la cantante está forzada a interrumpir sus grabaciones en el programa de Caracol en el que es protagonista para ir a estudiar son la demostración contundente sobre la urgencia vital, definitiva, de introducir el tema de los derechos humanos en la escuela, en la universidad, en todos los ámbitos académicos, incluso como cátedra, como espacio formalizado de aprendizaje, de discusión, de análisis, de construcción crítica de realidades.

Los derechos humanos son una de las grandes conquistas de la civilización, como el escribir y el leer. Deberíamos haberlos aprendido desde la infancia temprana. Quizás, déjenme ser inocente, así no habría habido unas Farc, ni una guerra tan degradada, ni cientos de miles de muertos, ni paramilitares con motosierras; quizás así habría menos racismo, menos exclusión, más cantantes cantando y componiendo, y vomitando menos odio. Más gente leyendo y menos disparando.

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