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Uno de los recuerdos que me dejó marcado en mi adolescencia fue el de la transmisión por TV, a última hora, del partido Millonarios-Unión Magdalena, que se jugaba en El Campín, decidida por el gobierno de Belisario Betancur la noche del 6 de noviembre del 85. Cincuenta cuadras al suroriente comenzaba a arder el Palacio de Justicia. Era la víspera de la orgía de sangre del día después.
Allí comencé a entender lo que después supe que había planteado Juvenal, 1.900 años atrás, en esa maravillosa expresión “Panem et circenses”, quizás el primer registro histórico de esa práctica perversa que es el clientelismo, o la mera estrategia de distraer la atención de algo problemático ofreciendo otro algo que no exija pensar, que adormezca, anestesie.
En Colombia nunca gobernó la izquierda y eso le permitió recurrir como nadie a la expresión del poeta latino para cuestionar a todos los gobiernos, de derecha obviamente, sobre su estrategia de mantener al pueblo narcotizado e idiotizado con el pan y el circo, mientras nos devoraba la pobreza, la violencia, la corrupción, la exclusión. Compartiendo en buena medida esas críticas, y habiendo denigrado también de la estrategia que esbozó Juvenal, debo confesar que estoy empezando a agradecer como nunca la existencia del circo, del respiro que constituye al ahogo, a la asfixia en que andamos, al tremendismo en que nos metió ese otro proyecto de pan subsidiado y circo de gladiadores que empezó a gobernar hace dos años. Todo un circo fundamentado en la rudeza, la retórica agresiva, la descalificación del oponente, el ajusticiamiento ante la opinión para quienes lo cuestionan, la teoría del complot y el miedo preventivo, la eterna culpa ajena por los errores, las deficiencias, las improvisaciones propias. Ambiente tóxico como otras veces, pero ahora como política de estado.
Estos dos últimos meses, con Copa América, eliminatorias, mundial femenino en estadios locales, Olimpiadas en París, fueron una tregua para enfrentar ese circo perverso. De tiempo atrás he venido defendiendo la idea de que el fútbol es la única religión que queda en pie, y en el fondo la que en esencia puede mostrar la doctrina más esperanzadora, y el sistema de creencias más cercano a la utopía fugaz de un paraíso. Es que, contrario a las distintas confesiones, que pregonan castigos a perpetuidad, exigen confesiones, hacen taxonomías de los pecados, o no ven más opciones en los vericuetos del alma que la dicotomía salvación-condenación, o que inclusive cuando prometen un estado superior, un tiempo mejor, lo subordinan a lapsos muy largos, casi eternos, contrario a eso, el fútbol, que también es un acto de fe, siempre es una esperanza perenne, un aguardar vitalista, que se verifica en tiempos eventualmente muy cortos: el domingo que viene, el próximo año, el siguiente mundial, cada cuatro años.
El cielo y el infierno nunca son eternos en el balompié, y eso le confiere un valor moral, una redentora lógica del optimismo. Decía Eduardo Sacheri, el argentino que ha sabido combinar con solvencia y maestría el futbol y la literatura, que lo que ofrece “es una nueva esperanza, una nueva oportunidad de cicatrizar tus heridas. A veces se concreta y a veces no, pero, aun cuando no se concreta de inmediato, se abre una nueva oportunidad; por eso creo que el fútbol tiene ese toque catártico reparador que a veces la vida no tiene, la vida de verdad no lo tiene”.
Por todo lo anterior, al recuerdo del partido de mi adolescencia, debo añadirle ahora el horror, la indignación, la rabia, ante las imágenes de otro partido, protagonizado el jueves de esta semana cuando jugaron Nacional y Junior en el Atanasio, y debió suspenderse por la batalla que se inició en las tribunas, con cuchillo y machete, y que dejó al menos veinte heridos, alguno con cierta gravedad. Y recordé con dolor y con nostalgia, algo que me llenaba de orgullo del estadio El Campín cuando era niño: luego del fervor por el himno propio, buena parte de las graderías sacaba y voleaba pañuelos blancos durante el himno del equipo extranjero. No éramos enemigos, éramos contendores, justos, con vocación de triunfo y de competencia, pero todos en el fondo devotos de esa religión auspiciosa que nos prometía el paraíso esa misma tarde, o un corto infierno, o hasta un purgatorio, pero siempre con la eterna posibilidad de volvernos a ver en la cancha e intentarlo otra vez.
Llevar cuchillos y machetes a un estadio rompe desde la raíz toda esa filosofía, pues al oponente no hay que derrotarlo sino desaparecerlo, extinguirlo, y sin darse cuenta hace inviable el fútbol como práctica, como doctrina, como religión. ¿En qué momento se volvió esta religión una guerra de exterminio? ¿En qué momento las personas comunes, los que nos ponemos una camiseta, la gozamos, la lloramos, pero luego nos la retiramos para mandarla a lavar, dejamos de asistir al estadio por miedo, por asco, por no sentirnos cómodos con esa turba feroz, delirante de sangre, de rabia? ¿Cuándo se hizo imposible llevar a los niños a esas graderías?
Y ante la vergüenza de estos hechos tan deplorables, que prometen día a día hacerse peor, la respuesta ridícula de esa iglesia que se apoderó de nuestra religión, la Federación Colombiana de Fútbol, calcada de comunicados de prensa viejos y repetitivos: “Rechazamos categóricamente los actos de violencia que empañan la fiesta del fútbol en los escenarios de nuestro país, hacemos un llamado a todos los aficionados a que vivan la fiesta del fútbol”.
Una vez más queda demostrado que las iglesias matan las doctrinas.