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Moncayo y la paternidad reivindicada

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Sergio Ocampo Madrid
21 de noviembre de 2022 - 05:01 a. m.
"Gustavo Moncayo es de los héroes que a mí me gustan y me convencen, los de verdad, los comunes, los que afrontan nacer en un país como Colombia, en la periferia, en la precariedad, mirados de lejos por un Estado que no solo los abandona sino que inclusive se burla de sus circunstancias, dejados a merced de la violencia que los victimiza y luego los revictimiza, forzados a buscar la vida en otro país".
"Gustavo Moncayo es de los héroes que a mí me gustan y me convencen, los de verdad, los comunes, los que afrontan nacer en un país como Colombia, en la periferia, en la precariedad, mirados de lejos por un Estado que no solo los abandona sino que inclusive se burla de sus circunstancias, dejados a merced de la violencia que los victimiza y luego los revictimiza, forzados a buscar la vida en otro país".
Foto: EFE - Martin Alipaz
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Sesenta y nueve años es una edad relativamente temprana para morir. Aunque no tanto si 12 de ellos se vivieron en el horror de tener un hijo secuestrado, en eterna amenaza de ser asesinado. A los 69 se puede ser aún “joven” a menos que se hayan caminado miles de kilómetros, y no por cuenta de una afición al jogging, o por convicción deportiva y excursionista, sino bajo la opresión y el dolor de saber que quizá trashumar, andareguear, como dicen en mi pueblo, juntar pasos, muchos pasos, sea la única forma de ser escuchado, de protestar y exigir, de plantarse para defender los afectos imprescindibles.

El martes pasado falleció en Pasto el profesor Gustavo Moncayo, un colombiano de a pie, en la forma más literal posible, un maestro de Sociales en un pueblo recóndito casi en la frontera con Ecuador. Los medios registraron su fallecimiento, recordaron algo de su perfil, y los políticos desempolvaron el mismo formato de siempre, ese que tienen para lamentar pérdidas y decir adioses con un “Paz en su tumba”.

Confieso que lo que más me gustaba de Moncayo, lo que me emocionaba de él, era su silenciosa reivindicación de la paternidad, ese rescate inconsciente de la idea de que los hombres de este país también podemos anteponer el ser padres a cualquier otra aspiración, sacrificarnos, padecer, sublimar el dolor, en una cultura en la que la maternidad está peligrosa e inclusive injustamente sacralizada, sobrevalorada hasta el límite del cliché; en el entorno de una masculinidad herida, donde a menudo se asocia al padre con abandono, brutalidad y violencia, irresponsabilidad, ausentismo, e inclusive donde se construyen imaginarios sobre nuestro carácter prescindible dentro del hogar, como aquella sentencia tan triste de los sicarios de Medellín en los años 90 de que “madre solo hay una, padre puede ser cualquier hp”.

Por su hijo, Pablo, secuestrado por las Farc en 1997, luego de la toma de la base de Patascoy, Moncayo esperó resignado una década, en la que solo supo de su muchacho por las imágenes terribles de los noticieros que mostraban muy de vez en cuando al más de centenar de soldados, policías, políticos, retenidos por la guerrilla en unas situaciones de precariedad y humillación extremas, y también supo de él por las Farc que en “gestos humanitarios”, cada dos o tres años enviaban pruebas de supervivencia. Al décimo año, el profesor se rebeló contra esa espera infructuosa y fatal, y decidió venirse a pie desde Sandoná, su pueblo, hasta Bogotá, en un recorrido cercano a los mil kilómetros. Los caminó en mes y medio.

Aquí se instaló en una carpa en la plaza de Bolívar y se encadenó las manos hasta que las Farc liberaran a su hijo. A su cambuche fue a verlo el entonces presidente Álvaro Uribe, pero solo para decirle que no había nada qué hacer, que los acuerdos humanitarios dependían solamente de la actitud de las Farc, y que no cerraba las puertas de un rescate por la fuerza, algo que les producía terror a todos los familiares de los retenidos porque dos años atrás las Farc habían asesinado a once de los doce diputados del Valle cuando creyeron que la Fuerza Pública venía a liberarlos. “Usted no es el Dios de la vida para pedir un rescate a sangre y fuego”, le dijo Moncayo a Uribe en esta reunión que terminó con abucheos al mandatario.

Varios meses estuvo en su carpa el profesor hasta que, en noviembre de 2007, la Alcaldía de Bogotá, de Luis Eduardo Garzón, le negó el permiso para permanecer allí. Válida, quizá, la razón de la autoridad para removerlo con base en los códigos y el respeto al espacio público, pero oprobiosa y hasta burlona la declaración del Alcalde para justificarla: “Él ha sido un registro de un caminante, pero caminante que deje de caminar deja de ser caminante. Eso es como espía que después de ser descubierto, no puede ser espía”.

Dos años más tuvo que esperar Moncayo para que su hijo lo liberara de las cadenas y el momento quedara en una fotografía para la historia. Pablo volvió a la libertad en 2009 y se trajo el triste récord de ser, hasta ese momento, el secuestrado que más tiempo llevaba en poder de la guerrilla: doce años, tres meses y diez días. De los 31 años vividos, las Farc le habían arrebatado casi la mitad. De la selva se trajo un cierto nivel de inglés, pues en el cautiverio se puso a estudiarlo con otros soldados, pero también se trajo ocho tipos diferentes de hongos en su tracto digestivo, que lo mantienen enfermo aun hoy a sus 44 años.

El horror no terminó ahí, y a los Moncayo empezaron a llegarles amenazas de muerte, de un origen que las autoridades nunca pudieron establecer. Entonces terminaron asilados en Canadá, hasta no hace mucho cuando regresaron debido al cáncer de hígado que le diagnosticaron al profesor. Comenzó la azarosa y larga fila de espera para un trasplante de hígado, que culminó tristemente el martes pasado. La otra espera, más larga y cruel, fue por la promesa de reparación económica a la que se comprometieron las Farc con las víctimas. De esa, ni un peso. Señores de las ex Farc, el precio de su absurdo e inhumanidad flagrantes al arrebatarle a hombres y mujeres tanto tiempo de su ciclo vital, a sus familias, tiene que pagarse política, simbólica pero también materialmente. Resarcir el daño por el tiempo que duraron los cautiverios, pero además por el futuro de esas familias, que hoy es su presente. Eso quizá nunca lo comprendieron y por eso entre sus deudas debe incluirse el cáncer de Moncayo, y la espera fallida por un tratamiento. El hígado es un órgano altamente sensitivo y vinculado a las penas y los dolores humanos, dicen los médicos naturistas.

Gustavo Moncayo es de los héroes que a mí me gustan y me convencen, los de verdad, los comunes, los que afrontan nacer en un país como Colombia, en la periferia, en la precariedad, mirados de lejos por un Estado que no solo los abandona sino que inclusive se burla de sus circunstancias, dejados a merced de la violencia que los victimiza y luego los revictimiza, forzados a buscar la vida en otro país. Y aún en su anonimato, acometen epopeyas como esa de caminar mil kilómetros, y plantar un grito de humanidad e inconformismo, de masculinidad aporreada, de paternidad dispuesta a entregarlo todo.

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