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Paz en Palestina, Trump vuelve al show

Sergio Ocampo Madrid

13 de octubre de 2025 - 12:03 a. m.

Hermosas, tristes, dramáticas, las imágenes de celebración del acuerdo de paz entre Israel y Hamás, con todos esos hombres descamisados, raquíticos, en medio de las ruinas festejando la llegada de un alto el fuego, y una eventual y rápida desmilitarización de su tierra, y con las familias judías rebosantes de ilusión por el regreso de unos cautivos, o al menos de sus cadáveres.

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Bienvenida la paz, bienvenida. Ojalá fructifique porque ha habido demasiado dolor en estos dos años, desde ese 7 de octubre de 2023 con la arremetida brutal de Hamás a punta de cohetes y ráfagas de metralla contra vecindarios israelíes en toda la zona limítrofe, y en particular con la masacre de más de mil asistentes, hebreos y extranjeros, al festival musical de Reim, con la consecuente toma de unos 200 rehenes. Una jornada de sangre y horror denominada “Tormenta de Al Aqsa”, con el nombre de la famosa mezquita, la que comparte explanada con el Domo de la Roca, en donde el 3 de abril de ese mismo año irrumpió la Policía de Israel por los disturbios ocasionados cuando un grupo de ciudadanos judíos decidió sacrificar una cabra y revivir un ritual antiguo de su fiesta de pascua; la respuesta musulmana a ese desafío fue de indignación y rechazo, con el saldo de 400 árabes detenidos. Cuatro días antes, un hombre árabe-israelí fue baleado allí mismo por la Policía, en estado de indefensión y en circunstancias nunca explicadas.

Algunos consideran entonces como detonante del terrible ataque del 7 de octubre esa provocación y profanación de la tercera mezquita más sagrada de todo el islam, lo cual no atenúa en nada la brutalidad de Hamás y la enorme desproporción de su respuesta. Pero lo que vino luego fue la potenciación al infinito del horror por cuenta de Benjamín Netanyahu y el Estado judío y su retaliación más desproporcionada aún, en el sentido superlativo de una ley del Talión que nació cerca a esas tierras hace cuatro mil años. Haciendo a un lado los juegos de provocaciones, lo que acabamos de vivir en Gaza sin duda fue un genocidio con todas las de la ley, y Netanyahu e Israel deberán responder algún día y de alguna manera. Finalmente, Hamás es un grupo terrorista, por fuera de la ley, que cometió actos atroces, pero la retaliación fue indiscriminada, contra el pueblo palestino en su conjunto, por cuenta de un país que sí se debe a unas convenciones y mandatos internacionales. Palestina, por decisión unilateral de Israel, ni siquiera es un Estado.

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Esa es la primera razón para desconfiar de que estemos ad portas de la posibilidad de una paz consolidada, duradera y real. No con 65 mil muertos, la mayoría inocentes. Será muy difícil sanar y mucho más olvidar los 15.000 niños y niñas que perdieron la vida y los miles que quedaron mutilados, en estimativos de Unicef. También, los 71.000 pequeños y las 17.000 madres que hoy requieren ayuda nutricional muy urgente, y las 470.000 personas en Gaza que están enfrentando niveles catastróficos de hambre, según cifras de la ONU. En otras palabras, el número de muertos no se ha detenido. Son miles los edificios que quedaron en escombros, e inclusive bajo las ruinas hay decenas de cadáveres de rehenes. Y no es claro hasta dónde es posible revertir el daño material y el anímico causado por Israel cuando decidió quemar todas las naves desde el mismo 8 de octubre del 2023, y continuó embistiendo ciego, adelante, a pesar de que medio mundo clamaba para que se detuviera. ¿Y quién reconstruirá y reparará? Tampoco es claro.

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Lo otro que llama a la desconfianza, si no al pesimismo, es que el acuerdo de hoy, aunque enmarcado en la propuesta de 20 puntos que esbozó Trump hace un mes, solo contempla por ahora el alto el fuego, el intercambio de rehenes por presos (no todos los que desea Hamás), y la desmilitarización progresiva de la franja de Gaza a una línea por definir; también, la promesa de un gobierno palestino transitorio, monitoreado por algún organismo internacional. No hay nada de las eternas líneas rojas, congeladas desde la frustrada paz de Oslo en 1993, como la reubicación de los asentamientos judíos en zonas invadidas, y el reconocimiento de un Estado palestino. El gabinete de Netanyahu solo ha aprobado los asuntos iniciales del plan de Trump, pero hay miembros que no van a admitir varios puntos por considerarlos una derrota para Israel. Entre ellos, el ministro Itamar Ben-Gvir, el mismo que fomentó que se celebrara la pascua en la explanada del Domo de la Roca, la provocación de abril del 2023, es un enemigo acérrimo de cualquier concesión.

Con todo, la razón más grande para desconfiar de esta paz son los personajes que están detrás de ella, y de los que dependerá sacarla adelante. Netanyahu no es el único carnicero en esta contienda; Hamás ha demostrado hasta el extremo su crueldad, su fanatismo y su gusto por la masacre y la venganza. Sin embargo, del que más se debe desconfiar es de Donald Trump, y su ignorancia enciclopédica no solo de la historia, de la cultura, de los asuntos del mundo sino, como decía Philip Roth antes de morir, “de la humanidad, de la sutileza, de la decencia”. En su desatado extravío al culto a sí mismo ya ni siquiera hace un esfuerzo por disimular el ridículo de su fanfarronería, y así monta un show de llamadas telefónicas con las familias de los rehenes judíos, y no siente vergüenza de pedir para él el Nobel de Paz. ¿Qué tal la declaración de su jefe de prensa de que el Comité Noruego “preferenció la política sobre la paz” al concederlo a María Corina? Ojalá esta paz no se quede en un globo, uno de los que acostumbra inflar desde Washington.

No imagino la reacción de los intelectuales, de la inteligencia del mundo, de las universidades, de los premios de paz anteriores, si el Comité Noruego hubiera cometido la desfachatez de darle el galardón este año. Ahí sí, como dijo Oriana Fallaci cuando se lo otorgaron a Kissinger en 1973: “Pobre Nobel, pobre paz”.

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