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Pena de muerte en la vía

Sergio Ocampo Madrid
31 de enero de 2022 - 05:00 a. m.

Se llamaba Hildebrando Rivera, tenía 60 años, una familia, y trabajaba en una empresa de acueducto y de recolección de basuras en un pueblo. Murió por cuenta de una ejecución sumaria, o sea sin juicio, y tumultuaria, o sea linchado, no en el siglo XVIII ni el XIX, sino el martes pasado; no ocurrió en algún pueblo remoto de Colombia sino en la vía de entrada a Bogotá por la 80, frente al parque La Florida.

En el reporte aparece que el lugar tiene una iluminación escasa, y que tal vez por ello Hildebrando atropelló a una mujer que iba caminando a un costado de la vía. Se llamaba Erminda Tunay, y llevaba a su hija Sara Camila, de un año y medio, terciada en la espalda, y en su vientre a otra que estaba por nacer. Las tres murieron por el impacto del camión. Y, aunque no hay una versión oficial, se supo que en pocos minutos un grupo numeroso de indígenas embera katío, la etnia de Erminda, cercó al chofer cuando se detuvo a constatar qué había ocurrido, y luego lo reventó a punta de palazos, piedras, puños, patadas.

Un episodio cuádruplemente lamentable, vergonzoso para una sociedad civilizada, que no se debería poder despachar simplemente con los titulares de “penoso accidente”, y “hecho de intolerancia”. La triste muerte de ellas, pero sobre todo el horrendo homicidio de él, me hacen pensar de nuevo que algo muy mal hemos venido haciendo como sociedad, o hemos dejado de hacer, o hemos postergado indefinidamente. Algo que va mucho, pero mucho más allá de la prevención vial, de construir más cárceles, e inclusive de mejorar la educación o las condiciones de vida de unas mayorías, y unas minorías. Es que lo que siento mal, muy enfermo, y con mal pronóstico, es la sustancia, la fibra, el alma, de los colombianos, y eso nos orilla hacia un sentido sombrío, resignado y triste sobre la existencia. El episodio de Hildebrando y Erminda y Sara, y la otra chica que apenas se estaba gestando para venir a nacer en esta mala patria, me parece muy revelador de muchas de las decisiones y los diálogos pendientes que tenemos como sociedad.

El primero de ellos, y el más viejo quizás, es el de la impronta indígena en nuestra identidad, y de cómo compartimos unos espacios, pero no unas visiones ni unas circunstancias. Sin duda, hay una deuda histórica enorme, de siglos, con las comunidades nativas, una historia de dolor y saqueo hasta hoy, un abandono a su suerte ante la arremetida de los más violentos, y una enorme incapacidad para integrar ese elemento racial, ese acerbo, esa memoria, en la esencia de ser colombiano. La Constitución del 91 declaró que somos un territorio pluriétnico y multicultural, con alrededor de 80 lenguas hablantes, y estableció una circunscripción especial para que hubiera representación indígena fija en el Congreso. Lo primero es en verdad un canto a la bandera y lo segundo tiene muy pocos resultados para mostrar, e inclusive algunas vergüenzas: Francisco Rojas Birry, uno de los dos representantes indígenas en la asamblea encargada de diseñar esa nueva Carta Constitucional, resultó un tremendo corrupto.

El país ha sido incapaz de incorporarlos, pero también hay en ellos una enorme responsabilidad en ese fracaso, y en haber permitido una fuerte degradación social, mental, anímica en sus comunidades, para hundirse en la dejadez de una pobreza mortal y resignada. Así, con ciertas excepciones, se ven cada vez más ajenos a los flujos de pensamiento, a las corrientes y los ritmos del mundo, a pesar de tener ventajas consagradas sobre otros grupos históricamente olvidados como las negritudes o los campesinos. En la crónica “Verde tierra calcinada”, Juan Miguel Álvarez, reitera sobre la queja constante de los colonos mestizos durante el plan de retorno de desplazados a La Piura, en el Carmen de Atrato, año 2014, al ver cómo los indígenas emberá katíos dejaban perder, por desidia, las ayudas alimentarias que llegaban del Gobierno, y al constatar que en sus tierras sólo florecía maleza. Esa etnia es la misma que ocupa el Parque Nacional y el de La Florida en Bogotá desde hace cinco meses, y cuyos miembros -algunos- asesinaron a golpes a Hildebrando. Cinco meses ahí, y acumulando un malestar social que le costó la vida a un hombre, y con seguridad varios años de prisión para varios de sus miembros, aunque aleguen que los debe procesar y juzgar su propia jurisdicción especial.

Un segundo diálogo pendiente que nos recordaron los tristes hechos del martes es el diálogo cara a cara con la muerte, sobre cómo se regocija en este paraíso del trópico, donde pelecha independiente del régimen de lluvias y sin necesidad de abonos. Aquí tomo prestado un párrafo de Andrés Angulo Linares en un ensayo del 2021: “no hablo de la muerte natural que camina de la mano con la vida. Hablo de aquella que nos ha sido impuesta de manera sistemática por un sistema político enfermo que depende de la violencia para sostener su discurso…”, dice Andrés. Y, más allá, hablo yo de esa mórbida relación que guardamos con ella desde hace tanto tiempo, y que se puede rastrear sin dificultad en tantos frentes. En Colombia se muere por acción u omisión, por informalidad, por descuido, por desorden, por corrupción, por represión, porque “algo se debía”, porque la guerra es necesaria y justa, por la falta de luz en una carretera o por la ocupación sin respuestas ni soluciones de unos parques públicos por unas minorías étnicas. Y ese encarar, y asumir, y confrontar nuestra fascinación con la muerte, debe conducir sin recovecos a una conversación con la vida y acerca de ella.

El último de nuestros diálogos inconclusos, o eternamente pospuestos, es sobre la legalidad, y sobre todo con la noción de autoridad. Me horroriza ver en los videos donde se aprecia el camión de Hildebrando rodeado en la penumbra, que hay varios chalecos policiales. ¡La Policía estaba allí, y permitió la ejecución sumaria de un hombre! ¿Por qué nadie ha cuestionado eso? Es la misma Policía que hace dos años no supo cómo actuar durante el saqueo a un camión cisterna en Tasajera (Magdalena), cuando fallecieron calcinadas 45 personas, que ya estaban muertas de antemano. Desde el vientre en el que fueron concebidas. Es la misma Policía que pareciera no tener claros unos protocolos de acción y reacción, que no acaba de asumirse en serio como autoridad, y que no consigue calibrar su uso de la fuerza para no terminar matando gente que ejerce su derecho a la protesta, pero tampoco quedarse asustada y perpleja viendo cómo una turba enfurecida patea a un hombre hasta la muerte.

 

Álamo(88990)01 de febrero de 2022 - 02:26 a. m.
Magnífica invitación a dialogar desde esas orillas tan crudas que nos agobian. Respecto de su alusión a la conducta policial, atónita e inerme queda la población frente a la Ley de Seguridad que estrenamos.
Ricardo(68260)01 de febrero de 2022 - 12:38 a. m.
No “es la sustancia, la fibra, el alma, de los colombianos”. Es el resultado de 200 años de abandono y explotación de un pueblo ignorante a manos de una clase dirigente interesada solamente en proteger e incrementar su poder. Por qué nunca va a ocurrir que los socios del club campestre asesinen a un miembro que matara a otro en un accidente? No son ellos también “colombianos”? Si. Pero libres.
Celyceron(11609)31 de enero de 2022 - 10:32 p. m.
En cuanto a la actuación pasiva de la policía, no es rara. Ellos actúan en gavilla. Ya los hemos visto los paros. En ese caso, sálvese quien pueda.
Celyceron(11609)31 de enero de 2022 - 10:28 p. m.
Hace una descripción precisa de este grave problema de las comunidades indígenas desplazadas. Estarían mejor en sus territorios con la ayuda del gobierno. A ellos los acechan varios grupos armados y no los dejan vivir en sus resguardos. Dice, que ellos dejan dañar las ayudas que les da el gobierno y tampoco cultivan sus tierras. ¿Alguien ha averiguado cuál es la razón de que esto suceda?
Sandra(23602)31 de enero de 2022 - 07:57 p. m.
De acuerdo Sergio, se volvió costumbre tildar a los asesinatos como hechos de intolerancia. A los hechos por su nombre: homicidios viles y cobardes los que ocurren diariamente en este país, no hay justificación posible!
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