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                                                                                                                              ¡Pobre Dios!

                                                                                                                              Hace ocho años escribí un tríptico de cuentos que salieron publicados en 2015 bajo el título “El amante fiel de medianoche”. Todos desarrollaban una idea que a algún amigo le pareció hasta blasfema. Ese tríptico nació de una incógnita que me ha acompañado desde niño al igual que a muchos de los que fuimos formados en la tradición católica: ¿por qué el Dios en el Pentateuco del Antiguo Testamento, que corresponde a la Torah judía, vive siempre tan enojado y puede ser tan extremista, arrogante, sádico y brutal?

                                                                                                                              Recuerdo la primera pregunta básica que me hice tras leer la historia de Abraham con Isaac: ¿no es terriblemente cruel entusiasmar a un hombre con la promesa de que su descendencia será más numerosa que las arenas del mar, y dejar pasar y pasar los años hasta que en la ancianidad por fin su esposa le engendra un heredero, pero transcurridos unos pocos años, ese mismo Dios le demanda a aquel padre inmolar al muchacho como una ofrenda para Él? El hombre acata, y al final ese desalmado todopoderoso decide cambiar al chico por un corderito. Imagino el resentimiento y la desconfianza con que creció Isaac desde ahí, hasta con problemas psicológicos, y lo que tuvo que hacer Abraham para ganarse su fe y su cariño otra vez. Irónicamente, ese fallido holocausto plantea además una gran contradicción: si Dios sabe todo y conoce todo, ya debía saber de antemano la respuesta de Abraham ante la prueba. Seguir adelante con ella solo revela una enfermiza vanidad y una infinita truculencia.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Todo aquello está incluido en ese manual de literatura mayor, ese poema largo, hermoso y mitológico que es la Biblia. Por eso, sentí válido explicar y entender en un juego metatextual el profundo drama del Dios más arcaico, su decepción consigo mismo, quizá su problema de autoestima, y redimirlo de sus terribles pecados, con la explicación más simple y efectiva desde siempre: los amores contrariados. En los tres cuentos se revela que aquel Dios se comportaba así pues cometió el fatal error de enamorarse de una mala mujer. Una fémina pérfida de raza cananea que lo tenía encoñado y le pedía terribles pruebas de amor. Dios era un adolescente; estaba recién creado en esa extraña simbiosis de creaciones, de haber dado vida al hombre hacía poco y haber sido ideado, a su vez, por el hombre casi al mismo tiempo.

                                                                                                                              En esos tres cuentos, Hashem (el nombre de Dios en hebreo primitivo) descubre que la omnipotencia tiene límites si se empieza a depender de alguien, como en su caso, al terminar dependiendo de la veleidad de una hembra humana, pero también se regocija y congratula por haber inventado el sexo, tras probarlo en carne propia con su mujer cananea y luego de haber explorado otras posibilidades de engendrar vida en sus primeros tanteos como hacedor.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Desde ahí siempre he encarado a Dios con una profunda compasión por esa soledad, la de no tener congéneres, esa que en varios cuentos góticos lleva al suicidio al último hombre después de ese eventual apocalipsis que acabó con toda la especie. Y la soledad de Dios es para siempre, para la eterna eternidad. El sábado pasado, en la penúltima sesión de mi Taller de Cuento del Fondo de Cultura Económica, volví a meditarlo y a ahondar más en la piedad que me produce Dios gracias a un cuento de Jorge Aristizábal Gáfaro que se llama Óptica Alemana. En ese relato, a un hombre con problemas de visión lo operan con tanto éxito que termina viendo mucho más de lo que ha visto cualquier otro ser humano. Así, empieza por captar a simple ojo lo que hay debajo de la ropa; luego, consigue avistar bajo la piel de los demás, y los otros se le vuelven huesos, cartílagos, dispositivos químicos y eléctricos, para terminar apreciando inclusive las antiguas existencias, las vidas pasadas de la gente. Sin duda, una condena poder ver tanto. Como Dios.

                                                                                                                              Entonces a esa soledad medular de Él le añadí esa tragedia de saberlo todo y no poder jamás reírse de algún chiste pues la base del humor es la novedad, lo inesperado, y no sentir jamás la duda de quién será el asesino en una novela o en una película de suspenso. Dios jamás sabrá lo que es una fiesta sorpresa, ni el placer de develar algún misterio, ni el ejercicio fascinante de ir descubriendo algo o a alguien, ni el reto de descifrar un acertijo.

                                                                                                                              Entonces llegué a una conclusión más desoladora: el mundo tiene que marchar mal si aquel que lo comanda no tiene sexo hace siglos estelares, se siente solo, deprimido porque no hay nada que lo desafíe, que lo exija, y hastiado porque nada lo puede sorprender. Pobre Dios. Pobre Dios, alabado además por tanto mequetrefe y tanto mercader, que lo adulan y lo ensalzan y lo aman por lo que puede dar y no por lo que es.

                                                                                                                              Hace ocho años escribí un tríptico de cuentos que salieron publicados en 2015 bajo el título “El amante fiel de medianoche”. Todos desarrollaban una idea que a algún amigo le pareció hasta blasfema. Ese tríptico nació de una incógnita que me ha acompañado desde niño al igual que a muchos de los que fuimos formados en la tradición católica: ¿por qué el Dios en el Pentateuco del Antiguo Testamento, que corresponde a la Torah judía, vive siempre tan enojado y puede ser tan extremista, arrogante, sádico y brutal?

                                                                                                                              Recuerdo la primera pregunta básica que me hice tras leer la historia de Abraham con Isaac: ¿no es terriblemente cruel entusiasmar a un hombre con la promesa de que su descendencia será más numerosa que las arenas del mar, y dejar pasar y pasar los años hasta que en la ancianidad por fin su esposa le engendra un heredero, pero transcurridos unos pocos años, ese mismo Dios le demanda a aquel padre inmolar al muchacho como una ofrenda para Él? El hombre acata, y al final ese desalmado todopoderoso decide cambiar al chico por un corderito. Imagino el resentimiento y la desconfianza con que creció Isaac desde ahí, hasta con problemas psicológicos, y lo que tuvo que hacer Abraham para ganarse su fe y su cariño otra vez. Irónicamente, ese fallido holocausto plantea además una gran contradicción: si Dios sabe todo y conoce todo, ya debía saber de antemano la respuesta de Abraham ante la prueba. Seguir adelante con ella solo revela una enfermiza vanidad y una infinita truculencia.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Tiempo después, ese mismo Dios envía un diluvio que casi acaba con la humanidad y con todas las especies, y, como cuenta el Deuteronomio, le pide a Josué que “en las ciudades de esos pueblos que tu señor te da en heredad no dejes con vida nada que respire”. Hoy a eso lo llamamos crímenes atroces y crímenes de lesa humanidad. Como colofón de ese regocijo en la extrema violencia, envía fuego exterminador contra Sodoma y Gomorra.

                                                                                                                              Todo aquello está incluido en ese manual de literatura mayor, ese poema largo, hermoso y mitológico que es la Biblia. Por eso, sentí válido explicar y entender en un juego metatextual el profundo drama del Dios más arcaico, su decepción consigo mismo, quizá su problema de autoestima, y redimirlo de sus terribles pecados, con la explicación más simple y efectiva desde siempre: los amores contrariados. En los tres cuentos se revela que aquel Dios se comportaba así pues cometió el fatal error de enamorarse de una mala mujer. Una fémina pérfida de raza cananea que lo tenía encoñado y le pedía terribles pruebas de amor. Dios era un adolescente; estaba recién creado en esa extraña simbiosis de creaciones, de haber dado vida al hombre hacía poco y haber sido ideado, a su vez, por el hombre casi al mismo tiempo.

                                                                                                                              En esos tres cuentos, Hashem (el nombre de Dios en hebreo primitivo) descubre que la omnipotencia tiene límites si se empieza a depender de alguien, como en su caso, al terminar dependiendo de la veleidad de una hembra humana, pero también se regocija y congratula por haber inventado el sexo, tras probarlo en carne propia con su mujer cananea y luego de haber explorado otras posibilidades de engendrar vida en sus primeros tanteos como hacedor.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              También, con desilusión, descubre la pequeñez y estupidez de su última invención del sexto día, una criatura programada para hacer daño, romper, destruir, y de naturaleza ingrata y desagradecida. Con horror llega a la certeza de que cometió un tremendo equívoco en todo su plan maestro de la creación; olvidó algo. Así como creó una jirafa para el jirafo, y una leona para el león, y una humana para el humano, no se le ocurrió crear una diosa para dios. Ahí se sintió eternamente solo, bíblicamente solo, porque ya no había nada que hacer, y tomó dos solemnes decisiones: una, ordenó amarlo por ley y como primer mandamiento de todo (aunque en su sabiduría infinita siempre supo que ese tipo de amor por decreto no es amor del bueno), y dos, quiso tener un hijo para nunca más estar solo; buscó pues a una hebrea bonita y obediente y esta le dio el sí.

                                                                                                                              Desde ahí siempre he encarado a Dios con una profunda compasión por esa soledad, la de no tener congéneres, esa que en varios cuentos góticos lleva al suicidio al último hombre después de ese eventual apocalipsis que acabó con toda la especie. Y la soledad de Dios es para siempre, para la eterna eternidad. El sábado pasado, en la penúltima sesión de mi Taller de Cuento del Fondo de Cultura Económica, volví a meditarlo y a ahondar más en la piedad que me produce Dios gracias a un cuento de Jorge Aristizábal Gáfaro que se llama Óptica Alemana. En ese relato, a un hombre con problemas de visión lo operan con tanto éxito que termina viendo mucho más de lo que ha visto cualquier otro ser humano. Así, empieza por captar a simple ojo lo que hay debajo de la ropa; luego, consigue avistar bajo la piel de los demás, y los otros se le vuelven huesos, cartílagos, dispositivos químicos y eléctricos, para terminar apreciando inclusive las antiguas existencias, las vidas pasadas de la gente. Sin duda, una condena poder ver tanto. Como Dios.

                                                                                                                              Entonces a esa soledad medular de Él le añadí esa tragedia de saberlo todo y no poder jamás reírse de algún chiste pues la base del humor es la novedad, lo inesperado, y no sentir jamás la duda de quién será el asesino en una novela o en una película de suspenso. Dios jamás sabrá lo que es una fiesta sorpresa, ni el placer de develar algún misterio, ni el ejercicio fascinante de ir descubriendo algo o a alguien, ni el reto de descifrar un acertijo.

                                                                                                                              Entonces llegué a una conclusión más desoladora: el mundo tiene que marchar mal si aquel que lo comanda no tiene sexo hace siglos estelares, se siente solo, deprimido porque no hay nada que lo desafíe, que lo exija, y hastiado porque nada lo puede sorprender. Pobre Dios. Pobre Dios, alabado además por tanto mequetrefe y tanto mercader, que lo adulan y lo ensalzan y lo aman por lo que puede dar y no por lo que es.

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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