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Hace dos años, Gustavo Petro estuvo en Portugal en visita oficial; tenía cita con el primer ministro, António Costa, a las 11 a.m. Sin embargo, el presidente de Colombia llegó a las 12:30. Sin explicación. La prensa portuguesa registró con asombro la demora y que aun así el primer ministro lo hubiera recibido. Hace un par de meses, voceros del Gobierno colombiano convocaron a una reunión, un domingo a las 2 p.m., a la embajadora de ese país, Catarina de Mendoza. Inusual una reunión un domingo, pero la diplomática confirmó. Antes, llamó para corroborar la hora, pues sabía que el presidente tendría un almuerzo con el Episcopado. De palacio le reconfirmaron que era esperada a las 2, pero finalmente la atendieron a las 5:30.
En pocos campos de la administración pública las formas llegan a ser tan sustanciales y definitivas como en la política exterior de los países. En ocasiones cobran tanta importancia como el fondo mismo: los canales a seguir, los métodos, los interlocutores, los lenguajes y las expresiones, protocolos, la exactitud y milimetría del tiempo de los actos públicos y privados. En tres años, Petro ha mandado al carajo todo eso, y hoy las relaciones internacionales de Colombia, además de manejarse por medio de trinos y redes sociales, y al calor de unos estados de ánimo, pueden ser el área en la que mejor se reflejan todos los numerosos defectos de este gobierno: improvisación, populismo, retóricas huecas, discurso divisionista y maniqueo, convicción autocrática, contradicciones.
Así, van tres cancilleres en menos de tres años, y ya va para el cuarto. La saliente, Laura Sarabia, llegó al cargo a los 30 años, que es la edad a la cual comienza un diplomático, luego de culminar sus estudios, a foguearse como segundo secretario de alguna embajada menor. Lejos de ser perfecta, la diplomacia colombiana sí venía en un proceso de profesionalización desde los años 60 con la creación de la academia diplomática y más aún desde 1991 cuando se iniciaron los concursos para entrar a la carrera, un proceso considerado como el más transparente de todo el aparato estatal por el Departamento Administrativo de la Función Pública. Sería ingenuo desconocer que muchas embajadas a lo largo de todos los gobiernos han servido para pagar favores políticos o ubicar amigos. Con Petro ha sido igual, pero en su caso sí hubo una promesa de campaña de que en su gobierno los diplomáticos iban a ser personas con perfil profesional y de carrera. Además de que no lo ha cumplido, ha hecho nombramientos de amigos y cercanos muy cuestionables y que han terminado cayendo hasta por sentencias judiciales. Así, el nombrado embajador en México Álvaro Moisés Ninco fue destituido tras orden de tribunal por no tener título universitario, y por acreditar como experiencia haber participado en los modelos de Naciones Unidas, un ejercicio que se hace en el bachillerato. A Álex Vernot no le dieron beneplácito como embajador en Francia, y fue puesto preso hace una semana por soborno a testigos en el caso Mattos. Hace un mes, el Tribunal de Cundinamarca revocó el nombramiento de Sebastián Guanumen como cónsul en Chile porque por encima de él había personas con más credenciales y méritos. En Nicaragua ubicó como embajador a León Fredy Muñoz, hallado años antes con cocaína en su maleta, y absuelto por la Corte ante la ineficacia de la Fiscalía de demostrar la intención del imputado con la droga encontrada. Sin embargo, también dejó la salvedad de que la defensa no pudo demostrar que los estupefacientes habían sido plantados en el equipaje.
Lo de la inusual rotación en la cabeza de la Cancillería no es accidental ni fortuito y es un asunto de fondo pues refleja la escasa claridad sobre derroteros, prioridades y líneas de acción en nuestra política exterior, más allá de una búsqueda personal de figuración del presidente por elevarse como líder internacional de un sur geográfico contra el esclavista y depredador “norte global”, con énfasis especial en el cambio climático. Solo en esa lógica encuentra explicación, por ejemplo, la apertura de una embajada en Haití, un país con nulo intercambio comercial y sin comunidades de nacionales ni aquí ni allá, o el turismo diplomático a países africanos de la vicepresidenta Márquez, hoy caída en desgracia con Petro. Tampoco se logra entender la reapertura de la embajada ante la FAO, cerrada diez años antes por costos, para poder ubicar en algún cargo con buen sueldo a Armando Benedetti, tras su salida escandalosa de la embajada en Venezuela.
En ese discurso de ricos contra pobres, Petro apela constantemente a Bolívar, al ilusionismo de la hermandad y la integración latinoamericana, pero en la práctica termina imponiendo una constante confrontación contra aquellos que no son afines a su ideología, como ocurre con el presidente argentino, a quien no baja de neonazi y nostálgico de Mussolini. Más grave aún, muestra serios indicios de intervencionismo en los asuntos internos de otros países, como ocurrió con Perú y su decisión constitucional de “vacar” (ese es el término que usan) al presidente Castillo, por inepto y corrupto. Hace poco, Chile envió nota diplomática luego de que Petro trinó: “Yo pido la libertad de Daniel Jadue en Chile, preso por la jurisprudencia de Pinochet impuesta a los seres libres”. En realidad, Jadue está encarcelado por corrupción. Y qué más contradicción que no aceptar los resultados en las elecciones de Venezuela, pero enviar delegado a la toma de mando de Maduro, o cuestionar el triunfo de Noboa en Ecuador, pero ir luego a su posesión.
Lo de los pasaportes, que parece ser el motivo de renuncia de la canciller Sarabia, da para una columna completa, pero desde ya se puede anticipar que va a haber un cuarto o quinto canciller en este último año, y que miles de colombianos podrían quedarse pronto sin ese documento vital.
Mientras tanto, Petro seguirá feliz por haber logrado “descolocar” a Macron, y sintiéndose como el redentor de este sur geográfico vilipendiado y olvidado.
