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Hace seis años, en una coyuntura particular de un país muy poco afortunado, uno que nació un 20 de julio bajo el signo de Cáncer y con la influencia de una luna menguante para siempre, en aquel país inmerso en una disyuntiva mortal entre facciones extremas, un hombre se fue a ver ballenas cerca de la costa, en el Pacífico. Era un hombre pausado, tranquilo, ajeno a las estridencias, se oponía a la pugnacidad como método de debate, apelaba a la razón, al sentido común, a la simple alegoría de que el fiel de la balanza opera perfecto si se encuentra en el justo medio. Se burlaron de él, le llovieron piedras, insultos, lo rotularon de traidor y de tibio, y lo condenaron al ostracismo, con el anatema de que sería muy pronto rebasado y olvidado por la historia. Y otros muchos como él, los del centro, también fueron estigmatizados y confinados en el gueto. Solo había opción para los beligerantes.
Se montó al poder una de esas facciones extremas y administró una descomposición ya conocida, el de las fosas comunes donde se amontonaron hasta 6.402 esqueletos de muchachos que nunca fueron a la guerra pero murieron en ella, el de unas corrupciones con estirpe y apellidos, represiones brutales, ataques contra la paz, torpezas idiomáticas y estadísticas, y hasta neologismos para abudinear, perdón desfalcar, el erario público. El presidente, que en realidad era un adolescente díscolo, se disfrazaba a veces de policía, a veces de pillo, a veces de despistado. Con los tibios en el limbo donde los dejaron, aquel país corrió a votar por el otro extremo, con miedo, con ilusión, con esperanza de que no podría haber más horror que el ya vivido. En últimas, esta otra facción se había declarado defensora incondicional de la paz, enemiga acérrima de la corrupción, del turismo presidencial, y, aunque criticaba que la gente fuera a ver ballenas, se adscribía a la causa de la naturaleza, a su cuidado, al respeto a toda forma de vida, y a convertir aquella nación entera en una potencia mundial de la vida.
Antes de un año empezaron a vérsele las costuras al proyecto de los recién llegados, a desnudarse las ineptitudes y a aflorar las contradicciones. Decía Marx que todos tenemos nuestras contradicciones estructurales, pero el nuevo gobierno parecía tenerlas todas. Presidido por un guerrillero, uno que nunca combatió en el monte, y prefería cambiar el país en discusiones de cafetería, metió a aquella nación en una propuesta de paz total. Lo contradictorio, lo opuesto a lo esperado por mero sentido común, es que nadie podía ser mejor para hablar y convencer a sus antiguos camaradas de que si uno de los suyos había logrado ascender al poder y que si lo hacía bien todos ganaban, y que esos viejos correligionarios le siguieran la cuerda, pero en cambio de eso arreciaron la guerra, convirtieron el sur en un campo minado, un gran polígono de tiro, y el oriente, en un llano anegado de petróleo, petróleo derramado, desperdiciado, contaminante. Y se rieron de él y lo humillaron.
Luego de perseguir por años la corrupción, de señalar implacable las prácticas malolientes de los políticos del otro bando, pues solo había dos bandos, ya que los neutros, los tibios, fueron desaparecidos, luego de ser el gran enemigo de la corrupción, el nuevo gobierno, el del guerrillero de cafetería que se asombraba con su elocuencia, que se arrobaba frente a la genialidad y bonhomía de sus propios sueños, empezó a parecerse terriblemente a todo lo que había combatido. Como el personaje de ese maravilloso cuento de Jorge Zalamea, “La metamorfosis de su excelencia”, en el que el protagonista ya no soporta su propio hedor, el hedor de su enfermedad, la del poder. En un envilecimiento progresivo, comenzó a aislarse y a llegar tarde a todas las citas, incluidas las oficiales, o a no acudir, y otorgó un poder omnímodo a una chica armada de un polígrafo. En la estrategia de dividir y enconar los odios y las peleas, enfrentó a todos contra todos, empezó a llamar racistas a los que criticaran a su vicepresidenta, una morocha muy viajera y muy desparpajada para dar respuestas; en su mente, todos los que le gritaban “fuera” no eran simples opositores sino meros asesinos; los magistrados de las cortes eran peones de los partidos si fallaban en contra de alguno de sus proyectos. En uno de sus delirios proclamó, como Luis XIV, algo parecido a l’état c’est moi, con lo cual Congreso, Fiscalía, cortes, tribunales debían obedecerle. Y como al emperador se le permite todo, terminó grabándose a sí mismo tomado de la mano de una mujer transexual en una visita oficial a otro país. “No se metan en mi vida privada”, escribió en redes a quienes lo cuestionaron. Nunca trascendió qué le dijo su verdadera consorte.
Entonces, muchos empezamos a pensar en que el hombre que se fue a ver ballenas, para no dejarse enredar en una espiral de violencias y contraviolencias, en disyuntivas sin salida, entre lo peor y lo menos peor, en esta polarización que no se detuvo y que está incendiando todo, tenía razón, que tal vez fuera sensato y responsable apartarse de ese momento histórico, con un contundente voto en blanco, con un gesto casi poético de acudir a la calma de la naturaleza, de apelar a la metáfora de aislarse para encontrarse, y después reclamar legítimamente que él no tuvo nada que ver con la debacle, e incluso proclamar ese fastidioso, pero justo, “lo advertí”.
Es urgente para ese país tan de malas que vuelvan los tibios, que regresen de ver a las ballenas y empiecen a hablar, que propongan, que sin perder la mesura y el equilibrio, eleven la voz, intervengan, cuestionen y alerten. Que se conviertan en opción ante el espantoso panorama de seguir más tiempo entre ese par de bandos tan extremos, tan opuestos y a la vez tan parecidos. Tanta calentura, tanto aspaviento por fusilar al otro, lapidarlo, negarlo, excluirlo, nos condujeron al desbarrancadero de hoy. Es tiempo de que haya una opción para el centro.