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Luego de ver la película “La final, caos en Wembley”, corroboré una vez más una pequeña teoría personal: los colombianos padecemos un síndrome de culpabilidad colectiva, una rara condición de ser intrínsecamente perversos, más que el resto, de expiar ese pecado cuando estamos afuera, y de vivir reiterando, aquí adentro, esa narrativa de nuestra propia maldad, de la singularidad de nuestro desorden, y de la endémica inclinación a lo retorcido, a la mala intención, al ventajismo, y a la viveza. Todo lo anterior vinculado a una cierta incertidumbre de origen, de inferioridad racial, de programación hacia la violencia y la primitividad.
Ver esas hordas de descendientes de celtas, anglosajones, normandos y vikingos invadiendo la explanada alrededor del legendario estadio, intentando entrar a la fuerza, derribando vallas, saltándose controles, y apreciar la basura final y las miles de latas de cerveza vacías, y más tarde, a los hooligans en una orgía de patadas y puños, ver esas imágenes, días después de las de Miami y su final de la Copa América, no me sirvió de consuelo, pero sí me validó la hipótesis de que si lo hacemos nosotros somos un pueblo de bárbaros, de indiamenta y chusma, y si lo hacen ellos es producto de la exaltación natural del fútbol, de los tragos y hasta del azar. Algo va de ser súbdito de su majestad Carlos, con su corona, a serlo del pequeño Gustavo con su sombrero vueltiao. Algo va de tener el pasaporte azul del real imperio británico a tener el morado de esta potencia de la vida y el vivir sabroso.
“La selección con su fútbol, nos dejó por lo alto; y los colombianos en Miami dejándonos por el suelo”, leí en las redes más de una vez. Interesante y extraño ese espíritu corporativista que asume como colectivo el comportamiento de uno solo o de unos cuantos, y le otorga carácter de representatividad nacional. ¿De dónde surgió ese gregarismo en la vergüenza, y en últimas esa convicción fatalista de nuestra proclividad a lo malo, y de una inconfesada vergüenza de origen?
Yo creo que se puede rastrear muy atrás y desde el origen de la naciente república. El propio Bolívar en su carta a Juan José Flórez, en 1830, se arriesgaba a afirmar triste y derrotista: “La única cosa que se puede hacer es emigrar… Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas”. Un siglo después, Luis López de Mesa defendía en “De cómo se ha formado la nación colombiana” y en revistas, que parte de nuestro atraso se debía a unos indebidos cruces raciales, o a un mestizaje inconcluso. Laureano Gómez, futuro presidente, describía como estigmas de inferioridad la herencia negra e indígena en nuestro caudal sanguíneo.
Pero ese sustrato de identidad vergonzante, compartido con buena parte de América, se complicó aun más en nuestro caso con el fenómeno del narcotráfico y la condición negativa de ser los precursores de ese fabuloso y nefasto negocio. Así, nos acostumbramos y hasta naturalizamos los maltratos, las vejaciones y atropellos, y los tratamientos diferenciales y humillantes en el exterior, en las embajadas, aeropuertos, aduanas. Sí, ha menguado, pero aún hoy persiste esa actitud en varios lados, e inclusive este año tuvieron que reunirse las embajadas de Colombia y México por la evidente discriminación y arbitrariedades en ese país contra viajeros nuestros. Un país hermano, tan cholo o más cholo que nosotros (orgullosamente cholo, además) segregándonos y menospreciándonos.
Los gobiernos colombianos asumieron como propia la lógica y la conveniencia de los países hegemónicos, y cargaron con toda la culpa y la responsabilidad en el complejo entramado del negocio narcotraficante, y por más de tres décadas interiorizamos con resignación ser los malos en el mundo del narco. Lo aceptamos, y nuestra diplomacia, siempre tímida, siempre vacilante para defendernos, nos terminó reforzando ese rol ante el mundo. Las derechas y ultraderechas y su obsecuencia ante las potencias, con fumigaciones, con mano dura interna, planes Colombia, extradiciones, etc., ayudaron a consolidar nuestra culpabilidad. Absurdo e injusto, pues sin dudarlo Colombia es la gran víctima del narcotráfico y de la guerra mundial contra él, y ha pagado los precios más altos en víctimas, en violencia, en depredación ambiental, en desinstitucionalización, y hasta en la propia autoimagen.
Echado un vistazo a los reportes del New York Times, del Washington Post, de la BBC, de Bloomberg y de la Deutsche Welle del lunes y el martes siguientes a la final de la copa América, además de un registro sobre el desorden y los desmanes, y de la preocupación por las evidentes fallas organizativas, no encontré señalamientos particulares ni asignación de responsabilidades para los colombianos, y sí un llamado de alerta sobre lo que puede ocurrir en el mundial de 2026.
El vandalismo, el desorden, la trampa y la violencia en Miami son injustificables, absurdos, vergonzosos, pero no me siento llamado a pedir perdón por ellos al mundo a nombre de los colombianos. A cambio de eso, sí me atrevo a exigir que la Federación Colombiana de Fútbol investigue a fondo y explique el episodio de Ramón Jesurún, de qué fue realmente lo que sucedió allí, si fue la arbitrariedad de un guardia contra un extranjero, o si fue la viveza de ese extranjero o el espíritu latinoamericano de un “usted no sabe quien soy”. Sin conocerlo y sin gustarme del todo, me dolió ver a Jesurún vestido de naranja y esposado. Es imperativo que la Federación nos diga toda la verdad, y actúe en consecuencia. Triste decirlo, pero la justicia gringa era admirable, paradigmática, hasta hace un par de semanas, cuando su Corte Suprema decidió que Trump, y todos sus presidentes, están por encima de la ley. Difícil así, pretender seguir dándonos lecciones.
