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Al principio pensé que era un poco exagerada aquella frase de que el atentado contra Miguel Uribe Turbay nos devolvió a los años 80 y 90, como vienen clamando desde hace dos meses los detractores del Gobierno. Sí, a esos años en los que fuerzas criminales pusieron en jaque al Estado y se llevaron por delante a varios aspirantes a la presidencia, y también a jueces, periodistas, policías, militantes de partidos, defensores de DD. HH. y cientos de colombianos anónimos.
Pero ahora, viendo toda la parafernalia alrededor de la muerte y las honras fúnebres del senador Uribe Turbay, varias imágenes me reconfirmaron que en el fondo nunca hemos dejado de ser ese país de hace 40 años y que, aunque el subdesarrollo y sus distintos atavismos se atemperen por periodos, siempre vuelven con ímpetu a este nuestro círculo fatal e incomprensible de memorias y olvidos, de odios y perdones, de soluciones definitivas, pero provisionales, de paces que provocan nuevas guerras. El ejemplo perfecto es la imagen de Miguel Uribe a los cuatro años deambulando inconsciente alrededor del ataúd de su madre, Diana, muerta con violencia, y 35 años después esa otra de Alejandro, el hijo de Miguel, también de cuatro años cerca del cajón de su padre asesinado.
Los medios de comunicación también parecieron devolvernos al pasado en estos días. Hasta el diario El Tiempo tituló con el poco original y reiterativo “Indignación nacional”, como titulaba en los años ochenta y noventa para clamar por el crimen contra algún poderoso. El profuso e inclusive desmesurado cubrimiento de la capilla ardiente y la misa y el adiós en el cementerio, con casi todos los canales encadenados, le dieron a Miguel Uribe un estatus e importancia que no tuvo en vida, como cuando los medios construían hegemónicamente las narrativas de la realidad y nos decían qué y quién era importante. Sin soslayar el dolor por la pérdida de una vida, quizá de una promesa política, y el horror de verla segada con violencia, hablar de magnicidio en el caso de Uribe Turbay es una exageración, ya que ese sustantivo se aplica para el homicidio de alguien que tenía una vocación inequívoca de llegar al poder, una presencia de alta representatividad y simbolismo, cuya desaparición implica torcer el destino de un proyecto colectivo y alterar la ecuación de fuerzas y el futuro de un país a corto, mediano y largo plazo. El de Sucre, Gaitán y Galán fueron magnicidios. El de Uribe, repudiable sin duda, no alcanza esa dimensión.
Y hubo más imágenes y más hechos para considerar que sí estamos varados en un bucle del tiempo que se repite y se repite. A lo largo de estos dos meses fue ostensible una presencia del catolicismo, el de las jerarquías y el de las creencias, que parecía cosa del pasado. Caracol Tv (que es el canal nacional que sigo y veo porque, contrario a las críticas de la izquierda, siento que la mayoría de veces lo hace bien) entrevistó de modo recurrente y extenso a obispos y arzobispos, como en aquellos años en que éramos un país confesional y la voz de la Iglesia era imprescindible. También se vieron los rosarios y plegarias a la virgen María y el pensamiento mágico que se aferra a la fe en un milagro. Otra imagen del pasado fue la de esa catedral abarrotada de patricios, de estirpes, de delfines y gamonales, a puerta cerrada lamentando la muerte de uno de los suyos. Y la de una iglesia de nuevo legitimando a los poderosos, involucrada, quizá sin querer, en los debates políticos porque la misa y las honras fúnebres se volvieron actos profundamente políticos. Y en un modo político agenciado desde el odio y en la percepción del otro como enemigo al que se debe erradicar. Petro demostró su enorme dificultad para comprender el dolor humano no en abstracto ni en teoría, sino personificado y personificado en un opositor, y el Gobierno dio muestras de su tremendo sectarismo desde el primer mensaje pocas horas después del atentado, con ese trino incomprensible de “el hijo de la mujer árabe”; luego lo reconfirmó con aquella imperdonable confusión de nombres cuando pidió un minuto de silencio por el muerto, y lo reafirmó su pastor Saade cuando despachó el ataque al senador como un riesgo del oficio, “como montar en bicicleta”. Esa política del odio y la venganza la demostró Álvaro Uribe en sus trinos contra Juan Manuel Santos cuando este fue a dar el pésame a la viuda y a la familia del difunto. Y lo remarcó en otro trino en el que terminó incluyendo hasta la plata de Odebrecht, y finalmente en el discurso que mandó para ser leído en el que la emprendió contra Petro, y afirmó que en su gobierno (el de Uribe) no murió ningún líder de la oposición, con lo cual mintió u olvidó deliberadamente los asesinatos de personajes que eran incómodos para las autodefensas, como el alcalde de El Roble, Tito Díaz, o el de Alfredo Correa de Andreis, y otros tantos, cuyas muertes fueron ordenadas desde el DAS, que él entregó a los paramilitares. El culmen de la política entreverada con el dolor y la religión llegó con las palabras de Miguel Uribe Londoño, padre del malogrado senador, que hasta metió el tema de las elecciones del 2026.
Las redes sociales también tuvieron su parte, y nos devolvieron al bipartidismo furioso no de hace 40 sino 70 y 80 años atrás, cuando en la mentalidad del colombiano promedio solo cabía ser conservador o liberal y se naturalizaba la exclusión de la izquierda; ahora todo el espectro lo colman el petrismo y el uribismo, odiándose entre ellos, pero descalificando como tibia, como anodina, y excluyendo en últimas, cualquier opción de centro.
Se fue Uribe Turbay y el país retornó al pasado, del que, en el fondo, nunca se ha movido. Tanta vehemencia, tanta beligerancia no nos permite vislumbrar que lo que se perdió fue un padre, un esposo, un hombre que jugaba ajedrez y tocaba el acordeón. Nos quedan solo más argumentos y razones para odiar.
