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Corría 1996 y en Colombia la mayor parte de la agenda informativa la copaba ese gran escándalo llamado Proceso 8.000 que hizo evidente la simbiosis funcional entre narcos y políticos. Lo más rescatable de ese tiempo fue el papel que cumplieron la prensa y la rama judicial, denunciando y procesando congresistas, gobernadores, alcaldes, que terminaron en la cárcel. La prensa y los jueces, entonces, estuvieron a la altura y no decepcionaron. Los políticos, como era de esperar, estuvieron muy por debajo del momento histórico y en el cinismo que les es connatural, regresaron casi todos en cuerpo ajeno: sus hijos, nueras, yernos heredaron las curules. La mayor decepción fue el Congreso, que a pesar de la evidencia contundente decidió absolver al presidente Ernesto Samper.
Siempre he creído que si Samper cae, la democracia colombiana sería un poco distinta, quizá ligeramente mejor, un poco más seria, porque, aunque el 8.000 no propició una real depuración de la clase política, el precedente de juzgar y destituir al más intocable de los intocables del país habría abierto una puerta a la cautela, a una eventual autocontención del enorme poder presidencial. Quizá nos hubiéramos evitado en el futuro el descaro e impunidad del presidente Uribe de comprar congresistas para hacerse reelegir, un episodio en el que todos los involucrados terminaron en la cárcel, menos Uribe, y en el que la propia Corte Suprema sugirió a la Constitucional una revisión de si esas elecciones habían sido espurias, algo que no prosperó; es probable también que el antecedente de Samper hubiera limitado otros desafueros como la patente violación de los topes a las campañas desde Santos a Petro, y como la convicción omnipresente e inconsciente de que el jefe de Estado en Colombia está por encima de la ley.
Ernesto Samper debía caer, y muchos lo hubiéramos aplaudido, hasta que el 12 de julio de ese 96, Nicholas Burns, portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos, notificó que su país le retiraba la visa por los nexos de su grupo con el cartel de Cali. Fue el epílogo de varios meses de declaraciones y acciones de la embajada gringa que eran una clara intromisión en los asuntos internos de Colombia. Una portada de la revista Semana con la foto de Myles Frechette, el embajador, lo describió perfectamente en un par de palabras: “El virrey”.
Ahí ya Samper no podía caer porque, para Colombia y toda América Latina, ese precedente de EE. UU. poniendo y quitando presidentes a su arbitrio era inadmisible, y en apariencia esa práctica aberrante estaba superada desde hacía varias décadas, cuando la mezquindad y sordidez de la CIA propiciaba golpes de Estado o fomentaba inestabilidades en estas repúblicas vacilantes al sur del río Bravo.
Ahora Donald Trump en su delirio, no de rey de Estados Unidos, como lo han denominado allá en las marchas contra él, sino de emperador del mundo, está consiguiendo algo parecido. Muchos, pero muchos, ya queremos que se acabe el gobierno de Petro, que finalice este mal experimento de incompetencia, baja ejecución, improvisaciones, retóricas vacías, corrupción calcada de antes, clases mal contadas de historia primaria, poesía barata, eterno reparto de culpas a terceros, escasa imaginación para los chistes, misoginia y homofobia disfrazadas, ganas de ir a pelear a Palestina y otras poses ridículas de líder mundial, exceso de lápiz al hablar, rara adicción al café... Ya queremos que se acabe, pero no con las arbitrariedades e imposiciones autocráticas de míster Trump, y pasando por encima de protocolos y procedimientos que un país como USA solía respetar. Catalogar a Petro por una pataleta personal como líder de narcos le rebaja estatus y credibilidad al Departamento de Estado, y se vuelve inclusive peligroso pues desdibuja el complejo e intrincado esquema de responsabilidades en el problema de las drogas. Incluir a Petro en la lista Clinton es desmesurado e injusto, y solo le está dando aire y discurso a la izquierda colombiana, a la de Petro, en tiempo preelectoral. Y con eso, de pronto Petro no se irá.
Algo parecido puede decirse de la estrategia de bombardear lanchas sospechosas en el Atlántico y Pacífico, una criminal decisión de Trump sin obedecer procedimientos y normas. Una mula, un pasante, alguien que carga y transporta los narcóticos, es apenas el eslabón más frágil y con menor capacidad de decisión en la oscura cadena del negocio, y ajusticiarlos brutalmente no resuelve ni mitiga nada de fondo. Hasta la ONU pidió el viernes que cesen esos operativos a los que calificó como ejecuciones extrajudiciales.
Queremos que cese la pesadilla venezolana, que caiga el tirano, y que de paso los grupos ilegales colombianos se queden sin una retaguardia estratégica, y se liquide y procese internacionalmente el cartel de los soles, pero no a costa de una ocupación de ese país o de unos bombardeos en sus territorios. Una invasión en cualquier punto de América Latina devolvería la historia varias décadas atrás, a los tiempos del garrote de Theodore Roosevelt, abriría una herida que tardaría muchos años y gobiernos en sanarse entre ellos y nosotros, y metería la geopolítica mundial en una encrucijada imprevisible, con mensajes muy perversos para las potencias y sus futuros pretextos de la seguridad nacional. Si el precio porque se vaya Maduro significa hollar nuestra soberanía y nuestro suelo, que por ahora se quede Maduro.
El enfermo narcicismo de Trump y sus convicciones faraónicas y absolutistas están acabando el Estado de derecho en su país, metiendo al mundo en un laberinto sin salidas, y a muchos de nosotros en la disyuntiva fatal de tener que cerrar filas alrededor de un presidente muy malo, alinderarnos con un dictador execrable, y sentir indulgencia por unos pinches delincuentes.
