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Tal vez fueron los matoneos de los taxistas, o las redadas que estos armaron dizque para cazar a los de Uber, ilegales en su momento por falta de reglamentación, o quizá fue porque esta plataforma al principio sí trabajaba con gente de cierto nivel, profesionales que buscaban poner a producir su automóvil privado; es probable que esa actitud gentil en los conductores, y de apego a las normas, se debiera a que el negocio era semiclandestino, y entonces uno debía sentarse adelante, aprendérsele el nombre y actuar como amigo o familiar si aparecía la Policía. Lo cierto es que nos acostumbramos a creer que Uber era un mejor servicio que el de los amarillos, que quienes lo ejercían eran radicalmente distintos de los taxistas, y que sus jefes estaban interesados no solo en hacer negocio sino en dignificar esa actividad vital.
La semana pasada descubrimos que no. El martes, en Medellín, Mauricio Gutiérrez sobrevivió de milagro a las siete puñaladas que le propinó un “arrendatario” de Uber (el eufemismo inventado para regularizarlos). Aparte del intento de homicidio, sin atenuantes, lo más espeluznante fue la actitud de Uber ante los hechos: bloquearon al usuario para que no se quejara y le reembolsaron los 20.000 de la carrera.
Un día antes me tocó vivir una situación, nunca tan extrema como la de Gutiérrez, pero sí muy desagradable, arbitraria y absurda. Paso a contarla, en la convicción de que es el reflejo de muchos otros casos, y en el clamor de que mientras Uber no se reglamente, lo de Medellín y lo mío seguirán ocurriendo a diario. El lunes, día del maestro, tenía una entrevista en la emisora Radiónica, a las 7 a.m. Entré en la app de Uber y solicité un servicio a las 6:30. El auto, un Renault Logan, llegó a los diez minutos. Me hice adelante y cordialmente le dije que me llevara a RTVC. Vino la primera sorpresa: “Aquí dice que debo llevarlo a la autopista con 87″, me respondió el chofer, cuyo nombre omito porque no pretendo con esta columna hacer escarnio público ni vendettas personales. Uber sabe la identidad y conoce los hechos.
Le hice ver el absurdo de un viaje de apenas una cuadra de donde vivo. Luego de solicitarle instrucciones de qué hacer, me dijo que primero cancelara la carrera. En otra ocasión que requerí cambiar de destino, el conductor me facilitó las cosas para poder seguir con él mismo. Este, en cambio, me dijo que tenía que pedir uno nuevo, porque él ya no podía. Hasta ahí todo iba en buena tónica, aunque eso me pareció una viveza pues ya iba a tener que pagar por una carrera que no duró ni cinco segundos ni se movió cinco metros, y encima esperar por otro automóvil. Con decencia, pero firmeza, le hice ver que solo me habían hecho perder tiempo, me bajé del carro y tuve todo el cuidado de no reaccionar dando un portazo; cerré con cuidado. Y le expresé en voz alta mi inconformidad con el mal servicio. Él solo respondió, de muy mala manera, que la próxima vez pusiera bien la dirección.
Ahí ya monté en cólera y nos gritamos palabras muy fuertes, mientras yo caminaba y él empezaba a moverse. Entre otras me dijo “viejo hijueputa”, como si la vejez fuera un insulto mayor. En algún momento detuvo su carro y se bajó como para irse a los golpes. Yo no retrocedí y creo que por eso él desistió de atacarme. Arrancó. Tuve el cuidado de montarme al andén por si sus reacciones se volvían más desaforadas. “Lo voy a reportar”, le grité una última vez.
Me sentí bastante mal por el episodio; no es bueno arrancar el día así, ser maltratado, llegar tarde a una cita y además dejarse sacar de casillas. Intenté poner la queja en la aplicación de Uber, pero no lo logré. Lo haría más tarde. Creo en el poder de denunciar. Luego me ocupé, y antes de las 4 p.m. me entró una llamada de un número fijo. Era una mujer que se identificó como parte de Uber y me dijo que había una queja en mi contra, que contara mi versión de los hechos. Así lo hice, pero luego vino una pregunta que me dejó estupefacto: “¿tiene cómo demostrar su inocencia?”. Luego entendí que el personaje había elevado una queja, imagino que para anticipar la que iba a llegar contra él de mi parte. Y su denuncia no era por un eventual maltrato sino porque le dañé su carro. No lo podía creer. Y faltaba más: media hora más tarde me llegó un correo electrónico firmado por Uber en el que, además de una carrera que nunca se verificó, debía cancelar 45.000 pesos por el daño al automóvil del “arrendatario”. Anexaba foto de un guardabarros abollado.
Llamé a un abogado amigo; aquello ya no solo era pésimo servicio sino injuria y calumnia, fácil de desmontar pues el portero de mi edificio observó todos los hechos, sin contar las cuatro o cinco cámaras que hay en ese sector de mi calle. Me aconsejó responder ese correo y elevar la queja ante la Superintendencia de Industria y Comercio; hice lo primero, y Uber (una máquina en realidad) me escribió cambiándome el nombre para concluir con un simple “caso cerrado”; intenté lo de la Superintendencia no solo por rebelarme contra el atropello, sino porque creo que un personaje que detiene un auto para liarse a los puños, pero sobre todo uno que inventa, y quizá le inflige un daño a su propio carro, para evitar un reporte en su contra, tiene que ser un peligro para mucha gente. Y aquí vino la parte más apabullante, y hasta risible, de todo este episodio. Entré a la página de la Superintendencia, busqué el formulario de “Denuncias protección al consumidor”, y lo primero que me pidieron fue el NIT de la empresa contra la que me iba a quejar. Lo busqué por internet y lo hallé: 900.676.165-2. Pero luego pedían el nombre completo de su representante legal, cédula y correo electrónico. Ridículo; solo faltó que pidieran señas particulares. Lo más grave es que al darle clic en proseguir me arrojaba que ese NIT no existe. Desistí. ¿Tiene Uber un falso NIT?
Y volví a sentir esa sensación tan colombiana, la que sentimos los que creemos en instituciones, en civilidad, en procedimientos, de que uno está inerme frente a la brutalidad y la arbitrariedad de un país muy bárbaro, y de que el Estado está para tomarnos el pelo, burlarse, pero eso sí dejar las constancias de que tiene protocolos y procedimientos para protegerlo a uno. Que lo diga Erikha Aponte, la mujer asesinada en Unicentro el domingo 14 de mayo, quien había pedido medidas de protección, según la Personería de Bogotá; que lo diga Mauricio Gutiérrez, apuñalado siete veces y a quien Uber lo resarció con veinte mil pesos.
