Debe haberle quedado amargamente claro: fue un error hace cuatro años haber llamado a votar en blanco, haberse ido a ver ballenas mientras el país definía su futuro; haber dicho que no era uribista ni antiuribista.
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Debe haberle quedado amargamente claro: fue un error hace cuatro años haber llamado a votar en blanco, haberse ido a ver ballenas mientras el país definía su futuro; haber dicho que no era uribista ni antiuribista.
Y fue un error táctico porque evidentemente los colombianos estaban esperando unas posiciones definidas, menos vacilantes, sin que ello significara ni populismos ni estridencias. La lección de nueve millones y medio de votos al sumar a los dos candidatos que se agrupaban alrededor del antiestablecimiento, y sobre todo del tema de la paz (él y Petro), más lo que consiguió de la Calle, eran una evidencia clarísima de que la primera fuerza política de este país es el antiuribismo. Y ese mensaje, además de contundente, era profundamente simbólico e inédito pues, aunque habíamos tenido varios antecedentes de algún outsider que consiguió aglutinar inconformidades y convertirlas en votos, en esta ocasión eran dos los renegados de la política tradicional, con más de cuatro millones y medio cada uno, para superar unidos, por más de dos millones, a “el que dijo Uribe”.
Más grave aún fue el error garrafal de admitir públicamente que da lo mismo ser uribista que antiuribista en un país donde, tras veinte años de ese experimento, llegamos a la certeza de que se trató de un proyecto paramilitar de toma del poder, y que desde allí cometió múltiples ilegalidades, se le atravesó al proceso de paz con todas las artimañas para mantener el statu quo de un conflicto armado eterno, de la tierra, de los privilegios, y sobre todo encarnó con palabras y hechos la monstruosa filosofía del todo vale. A mi modo de ver, ser antiuribista es un imperativo ético. Como la paz; como el respeto a la vida.
El momento histórico no daba, no da, para ser neutral, porque es un tiempo de grandes definiciones, de verdaderas rupturas; va mucho más allá de poder sacudirse del influjo maligno de un líder político muy perjudicial, y de su visión épica de la seguridad por las armas; en el fondo es un clamor, cada vez más airado, más tenso, por enterrar un modelo de sociedad muy excluyente y una forma muy vieja y torcida de concebir la política. Guiar la transición a esa nueva realidad debería haber sido un ejercicio de mucha claridad, de toma de posiciones, de actitudes combativas incluso, y de no transigir ni callar. Ser de centro no significa ser neutral, y tampoco debería ser sinónimo de tibio. Petro se arriesgó a interpretarlo, inclusive con algunos excesos, y a veces cediendo a la tentación de los populismos, pero arriesgando.
Por eso no fue ni estratégico ni ético declararse en blanco en 2018, cuando el escenario que se impuso fue el de elegir entre los extremos. Aun siendo extremos, la respuesta no podía ser la indiferencia y la consideración de que daba igual una opción demostradamente corrupta y transaccional que una contra la que no pesan mayores señalamientos a ese respecto, ni era igual votar por un reaccionarismo moral que frente a un progresismo, o poner en el mismo nivel a un enemigo declarado de la paz que a un comprometido con esa causa. Tampoco era equiparable ungir a un aparecido, sin experiencia política y administrativa, y con la sospecha de ser un títere, que acompañar, sin endosos absolutos, a alguien con trayectoria, y reservarse la libertad de crítica por los desempeños.
Lo que vimos el domingo pasado con la lánguida consulta del Partido Verde o Centro Esperanza es el despilfarro más triste de un capital político y electoral, enorme y cierto, y sobre todo una oportunidad histórica que se tiró por la borda. Pero no es solo responsabilidad de Sergio Fajardo, aunque en él recaiga una buena parte de esa ilusión que se nos fue diluyendo con el paso de estos cuatro años. Hubo oposición, claro; hubo señalamientos, pero ese trabajo se lo dejaron básicamente a la bancada en el Congreso, mientras los líderes guardaban silencio o daban declaraciones erráticas como la explicación sobre el wikileaks en el que se sugería que Fajardo tenía buenas relaciones con Uribe, o el beneplácito de Alejandro Gaviria al nombramiento de Carrasquilla en el Banco de la República. Fue tan ostensible el silencio que la mayoría de las veces le tocó a Claudia López casi llenar ese vacío desde la Alcaldía lo cual además de arriesgado era inconveniente. Se necesitaban diez debates más de control político como el que Katherine Miranda le hizo a Abudinen, recalcar día a día, hora tras hora, la venalidad de la Ñeñepolítica, la trapacería de poner fiscales, contralores, procuradores de bolsillo, el uso excesivo de la fuerza para ahogar las protestas justas, la persistencia en atacar el proceso de paz, los asaltos contra la JEP, o la prontitud y vehemencia para defender al patrón cuando la Corte se atrevió a encalabozar a Uribe. Era un tiempo glorioso para hacer oposición, y dejaron que Petro colmara casi todo ese espacio. Los demás, excepto Robledo, solo aparecieron al acercarse elecciones.
Los últimos meses fueron una comedia de equivocaciones que agrietó todavía más el proyecto de centro. Con el tiempo mínimo que le dieron al Nuevo Liberalismo para organizarse luego de recuperar la Personería, era suicida ir solos en una lista al Congreso. Así lo hicieron y apenas arañaron los 330 mil votos, lejos del umbral. Esa cifra sumada a la de la lista única hubiera aportado hasta dos senadores más. Gaviria llegó tarde y con una lógica contradictoria de pragmatismo y relativismo moral, dentro de una coalición que era antipolítica por esencia. Íngrid puso un petardo apenas entró y, aunque al final tuvo la razón, pudo haber gestionado esos desacuerdos desde adentro; igual pasó con Robledo. En fin.
Dicen que no todo está perdido. Yo creo que sí y que reviviremos la final del 2018, entre una extrema derecha y una izquierda con un proyecto claro y sólido, pero a la que a veces se le va la mano en la demagogia y la vehemencia y que no muestra un evidente interés en desvirtuar la leyenda negra sobre su arribo al poder.
¿Aprenderían los Verdes, hoy Centro Esperanza, la lección de hace cuatro años de que aquel voto en blanco y un ejercicio flojo de la oposición solo sirvieron para dilapidar una chance de oro y para ponernos de nuevo en la misma encrucijada del 2018?