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La respuesta es sencilla: a nadie. Hay un nuevo rifirrafe con Estados Unidos y ni siquiera hay canciller o algo que se la parezca. Las relaciones entre las dos naciones están en manos, en este momento, de dos caudillos: Petro y Trump. Quién pudiera creer que el primer presidente de izquierda elegido en Colombia terminaría pareciéndose en sus métodos y en su estilo al primer presidente gringo en la historia moderna de Estados Unidos dispuesto a consolidar un régimen autoritario y racista.
Para estos dos mandatarios no hay protocolos, ni declaraciones oficiales, ni consulta con los asesores. Nada. Todo se discute, se complica y agudiza a través de sus trinos. Primero disparan, y después preguntan. El problema es que el señor anaranjado es el presidente de la primera y única potencia global con un poder económico y militar apabullante. El señor del lápiz pendenciero, con una labia de intelectual de cafetería, es el mandatario de una república con un PIB de 364 mil millones de dólares, una suma varios millones inferior al hombre más rico del planeta, que vive e hizo su fortuna en Estados Unidos: Elon Musk, su riqueza es de más de 400 mil millones de dólares.
Petro se basó en informaciones de El País de España para acusar a congresistas gringos de estar en contubernio con Álvaro Leyva para tumbarlo y poner en su lugar a la vicepresidenta, Francia Márquez. Como toda respuesta se da en tiempo real y al calor del ego contrariado del caudillo, el hombre del lápiz camorrero decidió reaccionar de manera apresurada y llamar a consultas al embajador de Colombia en Washington, Daniel García-Peña. Lo propio hizo el otro caudillo, el del barniz naranja, quien podría mostrar de nuevo los dientes afilados del imperio, con medidas que desestabilizarían las relaciones comerciales y políticas entre los dos países.
Nunca me imaginé que a Petro le importara un higo el hecho de que el ser el primer presidente electo al margen de los partidos tradicionales (hoy esparcidos y atomizados en varias siglas y movimientos) y a nombre de millones que lo veían como una esperanza histórica, lo obligaba a responder no sólo por sí mismo, sino por los miles de dirigentes populares asesinados precisamente en la lucha por llegar al poder de manera pacifica para transformar al país. Su pretendido discurso revolucionario y antioligárquico no se compadece con esa mentalidad egoísta, ególatra y caudillista del “no me arrodillo ni me dejo presionar (de Trump o de Estados Unidos)”, como si el problema fuera sólo con él y no estuviera de por medio la suerte de un país.
Si Petro fuera más de la línea Pepe Mujica, y menos del talante del comandante eterno Hugo Chávez, no estaría en medio de esta tempestad, interna y externa, provocando la reacción de un energúmeno con el poder de hacer mucho daño en cuestión de minutos. En estas crisis recurrentes, ¿a quién entonces Petro escucha o siquiera le pide algún mínimo consejo? El hecho de que ya no quede nadie de su primer equipo de gobierno (a excepción de Benedetti) indica que la respuesta es una vez más la misma: no habla con nadie. Es la soledad del poder de la que habló su tan admirado García Márquez, una soledad construida a pulso, al vaivén de sus caprichos e improvisaciones.
Para las elecciones de 1990 fueron asesinados cuatro candidatos presidenciales y aniquilados no sólo la Unión Patriótica sino todo el movimiento popular que sustentaba esa opción democrática de poder. Me indigna pensar que 32 años después, con la elección de un exguerrillero del M-19 como presidente de la República, tengamos que ver este deprimente espectáculo de corrupción, de un pastor cristiano reaccionario como jefe de gabinete de Petro, y un remedo de dirigente, un saltimbanqui como Armando Benedetti en el papel del gran cerebro del muñequeo en el Congreso para lograr sacar adelante las reformas propuestas por el primer mandatario.
Ojalá esta confrontación innecesaria con Estados Unidos no se complique aún más y que haya algún atisbo de sindéresis. Si el Pacto Histórico y otras fuerzas progresistas buscan de nuevo ganar la presidencia, lo que menos les conviene es ser cómplice de un ya claro manejo errático de los asuntos internos y externos del país.
