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MIAMI.- Con cada noticia peor que la del día anterior, con cada acción atrabiliaria, Trump está consolidando algo muy ajeno a la naturaleza política de la democracia gringa: un régimen del miedo, alimentado por un creciente autoritarismo.
Lucan Way y Steven Levitsky se inventaron un término preciso: autoritarismo competitivo. Categoría que hermana, sin duda, al socialismo del siglo XXI instaurado por Hugo Chávez en Venezuela con sus sucesivos triunfos electorales y cooptación del sistema judicial y los organismos de control, y esta ola de abuso e irrespeto a las instituciones convertida hoy en formula de poder por el gobernante que despacha en la Casa Blanca.
Después de la muerte del “comandante eterno” y la atornillada en el poder de Nicolás Maduro se consolidó un régimen autoritario competitivo, con un sistema electoral cada vez menos confiable y más propenso a la manipulación y al fraude, con más restricciones para los partidos de oposición e incluso encarcelamiento o muerte política para sus líderes. Los grandes medios que quedan son hoy aliados del gobierno y existe una inmensa red de comunicación popular en manos del chavismo.
Eso no ha pasado en Estados Unidos. Las cortes han representado un freno sustancial a la inmensa ilegalidad de los decretos emitidos y firmados por el presidente, desde la oficina oval, en medio de la fanfarria mediática a la que es adicto el antiguo animador de reality shows. Para algunos analistas, la intentona autoritaria de Trump, hasta el momento, ha fracasado, pero en medio de un daño institucional enorme y de un deterioro del clima democrático.
Es el caso de la loca feria de los aranceles. La incertidumbre se incrustó en el capitalismo estadounidense, en razón de los actos circenses de un mandatario que convirtió un instrumento económico legítimo de presión en su juguete preferido para extorsionar a medio mundo. Y lo que está haciendo es legal: el presidente tiene la potestad de imponer aranceles sin que su decisión deba pasar por la aprobación del Congreso.
En esa carrera desenfrenada de Trump por imponer su voluntad a toda costa, pasándose por la faja al congreso, normas y leyes constitucionales, o vengarse de sus enemigos, ha golpeado medios de comunicación mediante demandas absurdas que terminaron en multimillonaria negociación a favor del presidente; ha atacado sin piedad universidades como la de Harvard, a la que busca destruir si no se somete a sus designios, y ya logró que la Universidad de Columbia cediera a sus antidemocráticas exigencias; ha violado sin piedad el debido proceso con cientos de deportaciones, y con la ayuda de la Corte Suprema logró ilegalizar a más de 500 mil inmigrantes (haitianos, cubanos, venezolanos y nicaragüenses) que habían entrado al país de manera legal y cumplido con todas las normas.
Está obsesionado con una meta: deportar a un millón de personas en el año 2025. Ya decretó la prohibición de entrar a Estados Unidos a ciudadanos de 12 países y también la limitación severa de ingreso a esta nación de inmigrantes, de venezolanos, cubanos y haitianos. La xenofobia, el racismo y la crueldad son la base de esas decisiones. Están arrestando a personas que asisten a las cortes de inmigración para audiencias de casos de asilo, por ejemplo. Y los deportan sin contemplaciones. No son “ilegales” ni delincuentes. Son víctimas de una orden contundente: expulsar al que sea, como sea, porque el jefe prometió en campaña que haría la deportación masiva más grande en la historia de Estados Unidos, basado en la gran mentira: cortar de raíz la invasión de criminales y locos.
Aquí entonces hay elecciones casi todos los días en municipios y condados; hay investigaciones, denuncias y fieros debates en los medios de comunicación; se organizan manifestaciones en todo el país contra el gobierno; hay resistencia callejera contra las redadas y las deportaciones. Y los jueces están fallando, de manera abrumadora, en contra de cada unas de las “órdenes ejecutivas” emanadas de la Casa Blanca. El Congreso, de exiguas mayorías republicanas, no ha querido actuar a fondo, pero la minoría demócrata está ejerciendo control político. Hay dirigentes republicanos, demócratas e independientes que se enfrentan, día tras día, al talante autoritario de Trump.
No hay, pues, un desplome absoluto de la democracia. El proyecto fascista se está estrellando con un sólido sistema judicial y la movilización ciudadana. Sin embargo, el autoritarismo competitivo se ha anidado en Washington, ejercido por una coalición de extrema derecha de la que hacen parte la mayoría del Partido Republicano, grandes sectores empresariales y financieros, las iglesias evangélicas, e influyentes centros de pensamiento, como la Heritage Foundation. Pero a diferencia Bukele en El Salvador, o de Orbán en Hungría, Trump no goza de una aceptación abrumadora de su mandato. Por el contrario, el rechazo a sus políticas es creciente.
Los hispanos, los independientes y los jóvenes ya le están dando la espalda en números significativos, según las últimas encuestas. Pero aún no es el colapso de su mandato. ¿Qué falta? Que sigan subiendo los precios y la inflación, que el Congreso apruebe un proyecto de ley que dejaría a más de 14 millones de personas de bajos recursos sin beneficios de alimentación y de salud, que los grandes, medianos y pequeños negocios se desestabilicen por la estupidez de los aranceles indiscriminados, y que el desempleo se dispare. Esa llamada tormenta perfecta -recesión y hambre- puede pasar en el corto plazo si este gobierno no rectifica el camino. Y no parece dispuesto a hacerlo.
