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Cuenta Andrés Oppenheimer, en su columna del Miami Herald, que en su visita a Bogotá varios periodistas le preguntaron si Colombia, por su crecimiento económico, no era vista en el exterior como una nueva historia de éxito de América Latina.
Anota el columnista argentino-americano que en su estadía de cinco días en el país, percibió un tufillo triunfalista en los medios de comunicación y en sus conversaciones privadas con personajes clave de nuestro muy particular circo nacional.
¡Caramba! De dónde sale tanto optimismo, cuáles son las pruebas contundentes para atreverse a vaticinar el futuro promisorio que al parecer está a la vuelta de la esquina. ¿Acaso serán esos entusiastas, que de pronto buscaban endulzarle el oído a Oppenheimer con fábulas de nuestro camino cierto hacia el paraíso, los mismos que quieren demostrar que, sin Uribe en el poder, las “conquistas” de la seguridad democrática están en peligro o, peor, en franco deterioro?
Desde su perspectiva, Oppenheimer cree que Colombia va por buen camino en casi todos los frentes, aunque advierte que calificamos muy mal, en comparación con otros países de la región, en educación, competitividad e innovación. Y que dependemos demasiado de las materias primas. Pero en su excursión al supuesto “milagro suramericano”, no vio la peor de las lacras, más grande que una catedral: la corrupción galopante, motor de la violencia. Fenómeno que nos tiene con un enorme saldo rojo en el área del desarrollo.
La revista Semana recoge el testimonio de un contratista que hace una impresionante radiografía de cómo sus colegas han logrado someter al poder político y poner a su servicio un logro democrático tan importante como la elección popular de alcaldes y gobernadores. “Todos los contratistas tienen uno o dos gobernadores. Nosotros determinamos quién es el alcalde y ellos se arrodillan. El mejor encuestador es el contratista más rico. Es él el que sabe cómo está el mercado de los votos.” ¿Tiene algo que ver esta situación, que abarca todo el territorio nacional, con la consolidación de los neoparamilitares (las llamadas con bien calculada asepsia política “bandas criminales”) en casi la totalidad de la nación?
Estas pandillas de atracadores de cuello blanco, que saquean los recursos públicos a la luz del día, que se valen de los políticos para aceitar su negocio y éstos de aquéllos para reproducir y ampliar su poder regional, tienen a esos ejércitos degradados de asesinos como la garantía para no dejar crecer, o aniquilar por medio del terror y la violencia, cualquier alternativa electoral que amenace su modus vivendi. Narcos, “lideres comunales”, saqueadores del erario público y sicarios aún más sanguinarios que la anterior generación, son la prueba plena para afirmar que nada hay nuevo bajo el sol, que la pretendida euforia de algunos no es más que fanfarria nacionalista. Al final lo único inédito, es que Uribe desvirtuó el mito de invulnerabilidad de las Farc.
Pero el anterior régimen dejó intactos los factores estructurales de nuestra secular tragedia. Para no ir más lejos (de El Ubérrimo) la famosa tierra prometida de Córdoba, zona disque liberada de guerrilla, es ahora territorio azotado por la violencia de la nueva camada de pistoleros a sueldo del narcotráfico, que responden a una cadena de jefes regionales que continúan el negocio de sus antecesores. Las huestes de Cano, por su parte, siguen generando terror, mientras los campeones del cinismo lanzan a los cuatro vientos la especie de que, con Santos, está regresando la pesadilla de la inseguridad. Como si de verdad alguna vez se hubiera ido.
Al final de su nota, Oppenheimer dice que no nos vendría mal un poco de flagelación, en vista de tanta euforia por nuestros talentos y logros. En esas llevamos más de medio siglo: dándonos plomo sin misericordia, al tiempo que los buenos negocios se multiplican…para los mismos de siempre.
