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MIAMI.- Estados Unidos es un país agobiado por tiroteos y masacres, con más armas que habitantes y con un enorme mercado libre de pistolas, revólveres, rifles y municiones, que se venden como pan caliente sin grandes restricciones. Hace 25 años —los mismos que vivo en este país— aún se mencionaba como un sangriento hito la matanza en la escuela secundaria Columbine, en Colorado, sucedida el 20 de abril de 1999. Dos jovencitos armados hasta los dientes, de último grado de bachillerato, asesinaron a 13 de sus compañeros en una acción militar planeada durante un año. Después de cometer semejante crimen, los dos atacantes se suicidaron.
Al mismo tiempo, durante los primeros años del siglo XXI, e incluso después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, me sorprendía el fácil acceso que cualquier persona podía tener a los representantes o senadores federales o estatales. Sus oficinas no tenían policías y estos congresistas se movían por sus distritos sin ninguna protección. Podía uno entrevistarlos en un restaurante, como cualquier hijo de vecino, o en su despacho. Incluso aún es fácil identificar la sede de estos políticos porque siempre hay un aviso en la calle, como cualquier señal de tráfico, en el que se anuncia que en ese punto está la sede de, digamos, el otrora senador Marco Rubio o la representante María Elvira Salazar.
Y si bien es cierto que el grado de pugnacidad entre los partidos se había profundizado desde la era del tristemente celebre Newt Gingrich, el presidente republicano de la Cámara entre 1995 y 1999 (Bill Clinton despachaba en la Casa Blanca), las relaciones personales entre los demócratas y republicanos eran fluidas, y después de intensos debates o de ásperas jugadas parlamentarias, los contrincantes de la mañana eran los amigos de la noche en un restaurante de Washington, en el que podían charlar de lo divino y lo humano sin hacer abstracción de sus ideologías. Por supuesto, eran adversarios, pero no enemigos a muerte.
El populismo racista y de extrema derecha de Trump cambió por completo el lenguaje y los modales de la política. El insulto rastrero, el ataque sucio, los apodos de matón de colegio que les ponía a sus oponentes, la intolerancia, el discurso incendiario, la lógica de aplastar al contrincante, utilizando la destrucción moral o cualquier bajeza para minar la autoestima del contendor, y la sistemática deslegitimación de los jueces o del sistema electoral, se convirtieron en el arsenal no sólo del magnate de Manhattan, sino de sus aliados.
Los demócratas, los periodistas independientes y los medios que no fueran FOX News, se convirtieron en los enemigos del pueblo, en individuos repugnantes que no merecían ninguna consideración, en comunistas, anarquistas, agentes de la destrucción del país, anticristos, anticristianos, antinavidad, enemigos de la libertad y, por supuesto, de la segunda enmienda, la que permite la posesión y compra de armas de fuego como si fuera un derecho humano más. La violencia verbal de Trump y sus camaradas, sus mentiras grandes, medianas y pequeñas, amplificadas en las redes sociales y en los medios tradicionales conservadores, centuplicaron la polarización.
Uno de los grandes hitos de la violencia política, exacerbada desde la Casa Blanca, y reproducida y aumentada en Facebook o Twitter, fue la gran mentira del robo de las elecciones de 2020, que terminó en la insurrección del 6 de enero de 2021, en la que una horda salvaje, inspirada por los ataques y calumnias del presidente Trump al sistema electoral, se tomó el Capitolio con la intención de abortar la certificación del triunfo limpio de Joe Biden.
Algunos analistas seguidores de Trump juegan al relativismo, y afirman que tampoco los demócratas están libres de culpa y los acusan de demonizar a los conservadores, con “epítetos violentos” como fascistas, racistas o nazis. Para ser claros, ningún político demócrata, hasta la fecha, ha dicho que hay que destruir o eliminar físicamente a los seguidores de Trump. O que hay que lincharlos o expulsarlos del país o quitarles la ciudadanía. El presidente dijo hace poco que odiaba a los demócratas, que eran lo peor que le había pasado a este país, y había que impedir por todos los medios su triunfo en 2026.
Cuando un tipo de extrema derecha, en Minnesota, se disfrazó de policía, irrumpió en la casa de la líder demócrata de la Cámara estatal y la asesinó a ella y a su marido, además de herir a otro congresista demócrata y su esposa minutos después, Donald Trump se negó a ordenar que izaran la bandera de la Casa Blanca a media asta, y tampoco quiso ir al funeral de la congresista y su esposo, en Brooklyn Park. No tuvo un mínimo gesto de solidaridad con la familia de las víctimas y tampoco dijo nada sustancial en rechazo a ese acto de violencia política.
Ahora, con el repudiable asesinato de Charlie Kirk -joven activista de la entraña del presidente, fundamental en su triunfo el año pasado- Trump dio un discurso desde la oficina oval, horas después del atentado mortal, señalando sin evidencias, como es su costumbre, a los izquierdistas radicales como autores del crimen. Sus aliados han dicho que Kirk es víctima de una guerra contra el trumpismo, que habrá venganza y el objetivo es destruir a los demócratas y liberales.
Estados Unidos ha entrado entonces en una era de mayor radicalización, de discursos de intolerancia, racistas, homofóbicos, misóginos, todo empacado en un supuesto conservadurismo puro, nacionalista y católico, aliado de Trump en su proyecto político autoritario. Kirk compartía el tono y la ideología del presidente, y su organización, Turning Point USA, se convirtió en un poderoso epicentro de la extrema derecha nacional e internacional.
No existe nadie en este momento que pueda dar un sentido de unidad y bajarle los decibeles a la confrontación. Biden, Obama, Bush y Clinton condenaron el atentado en términos rotundos, pero ninguno de ellos tiene la credibilidad y el ascendente para generar un ambiente de distensión y de diálogo civilizado en medio de las grandes diferencias que hay en este momento entre progresistas y conservadores.
Trump le va a dar de manera póstuma a Kirk la máxima condecoración que este país les impone a sus mejores hijos e hijas. Durante dos días ordenó que las banderas estén izadas a media asta, asistirá a sus funerales, y J.D. Vance, en el avión vicepresidencial, trasladó el féretro con los restos mortales del activista a Arizona. El vicepresidente fue uno de los que ayudó a cargar el ataúd, con otros militares, hasta el avión.
Es una tragedia humana y social el ataque a este joven líder que tenía todo el derecho a ventilar sus ideas políticas radicales. Por desgracia, todo el ecosistema de medios digitales y tradicionales simpatizantes de Trump está atizando el fuego. Sin embargo, hay voces republicanas y demócratas sensatas que están llamando a la reflexión y a hacer un alto en el camino para evitar caer en una espiral de violencia. Ojalá esa nueva generación que siguió a Kirk sea capaz de no caer en la trampa del ojo por ojo diente por diente y se oponga a crear un ambiente de mayor crispación.
No ayudan ni el presidente ni las redes sociales ni ciertos dirigentes e “influenciadores” oportunistas. Quisiera serlo, pero no hay muchas razones para el optimismo. Hay una ola de autoritarismo que parece agudizarse todos los días. Y este nuevo acto de violencia es munición para los que ven la política como un campo de guerra, en el que el objetivo es pulverizar al enemigo. Liquidarlo.
