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El muro visto desde lejos

Sergio Otálora Montenegro

14 de noviembre de 2009 - 12:03 a. m.

VISTA LA CAÍDA DEL MURO DE BERlín a la distancia, no sólo por el tiempo sino por la geografía, es decir, desde América Latina, y desde las bruscas transformaciones políticas y económicas sucedidas en países como Venezuela, Bolivia, Ecuador o Argentina, aparecen preguntas del tamaño de una catedral:

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¿es posible gobernar “con el pueblo y con la burguesía”, al mismo tiempo, mediante el ejercicio de un poder soberano que redistribuya la riqueza, haga la reforma agraria y sea símbolo de emancipación para los excluidos de siempre? ¿Es posible superar las ancestrales lacras económicas y políticas sin llevarse por delante la institucionalidad que permitió, precisamente, que nuevas caras y grupos sociales llegaran al poder?
 
No ha sido fácil mantener la economía de mercado, darle un acento mayor al Estado y evitar cazar peleas irreparables con la clase dirigente tradicional desplazada del poder. Venezuela es un buen laboratorio: potencia petrolera que alimenta a Estados Unidos, paradigma del capitalismo ahora en crisis severa; caudillo que habla del socialismo con todos los tics del revolucionario clásico y del mesías populista,  en medio de una economía de mercado, alimentada por los enormes recursos de los petrodólares, en la que habitan poderosos industriales y sectores sociales acostumbrados al consumo y al lujo; construcción de un partido único (al estilo leninista) y de una hegemonía cultural (el paradigma de la lucha de clases)  que busca crear las bases “del hombre nuevo”, con otra formación escolar, otros valores morales, en un escenario de permanente exaltación, en el que los partidos históricos no se han podido rearmar y la oposición da palos de ciego.

A semejante revuelto, se le añade una política internacional esquizofrénica: por una parte, el gran negocio del combustible con el tio Sam, alianza con Irán y la manipulación de los mercados a través de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) mientras la presencia de tropas y tecnología norteamericanas en bases militares estratégicas colombianas agudizan el enfrentamiento de Chávez con Uribe, (es decir, de Miraflores con la Casa Blanca) sale a relucir el fantasma de la guerra y hay movilización de soldados y armamento en la frontera de Venezuela con Colombia.

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Las consecuencias políticas de la reunificación de Alemania y del derrumbe del socialismo en la Unión Soviética y sus satélites, parecen no haber llegado a plenitud a las naciones localizadas al sur del Río Grande.  Hugo Chávez es hoy el nuevo fetiche, en reemplazo de Fidel y la revolución cubana, es decir, del comunismo clásico.  Hay una intensa confrontación ideológica, recuerdo de los viejos tiempos cuando Washington y Moscú se mostraban los dientes a cada segundo, con sus correspondientes arsenales nucleares a discreción.

La sofisticada tecnología de guerra estadounidense que se ha desplazado a Colombia, bajo la aquiescencia dócil y oportunista de su clase dirigente, muestra que la visión  de Estados Unidos hacia Latinoamérica sigue siendo la misma de siempre: intervenir en los asuntos de la región, a través de excusas como la guerra contra el narcotráfico y, después del 11 de septiembre de 2001, la lucha sin cuartel contra el terrorismo.

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El planteamiento del presidente Barack Obama de utilizar la diplomacia como forma de resolver los agudos conflictos que afectan a varias regiones del mundo, no se extiende a nuestro país, atravesado por una violencia que no da tregua. Todo lo contrario: el acuerdo militar con la administración Uribe, aliada incondicional de Estados Unidos y muro de contención política ante la actual  “ola populista”, significa la apuesta por la derrota militar de la guerrilla y el apoyo a todos los métodos, clandestinos o no, de la guerra sucia.

Veinte años después, la caída del Muro de Berlín para nosotros es como ver un documental: algo que pasó más allá de nuestras fronteras, que no afectó para nada la manera como nos miran. Pero muy a pesar de lo que piensen, América Latina, con o sin cortina de hierro, es muy distinta a la de hace dos décadas: más democrática, más dueña de su destino, más independiente, gobernada por una izquierda que ya no le rinde culto al padrecito Stalin.

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