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El señor caído de El Ubérrimo se mira al espejo

Sergio Otálora Montenegro

17 de agosto de 2025 - 12:05 a. m.
"El preso Uribe sacaba de su arsenal las calumnias y las mentiras que motivaron la acción de los Castaño para asesinar dirigentes”: Sergio Otálora.
Foto: Cortesía

Que la dirigencia del Centro Democrático y la familia del difunto Miguel Uribe hubieran acogido el discurso destemplado y fuera de lugar del condenado en primera instancia, privado de la libertad por delitos de público conocimiento, era ya una señal de que la extrema derecha está atrincherada, lista a seguir la línea de su máximo líder, el señor caído de El Ubérrimo: recuperar el terreno perdido por culpa de Santos que le entregó el país al “narcoterrorismo” y le abrió la puerta a Petro, al “instigador” del odio.

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Esas palabras del expresidente, que fueron leídas por Gabriel Vallejo, director del grupo de la “mano firme y el corazón grande”, eran además un extraño juego de espejos en el que los ataques al actual mandatario no eran sino el reflejo de las mezquindades, las obsesiones ideológicas y la miseria moral del reo 381770. Habló de la “sinrazón de la violencia” de las “arengas (…) que con rabia todo lo inculpan al pasado y siembran y atizan resentimiento”. Si hay un maestro en alimentar la rabia, en mentir sin escrúpulos, en poner en la mira de los asesinos a sus contradictores, es ese mismo señor que minutos después de la muerte de Uribe Turbay, “artesano político excepcional, de alta gama”, se atragantó con su propio veneno, lanzando improperios contra Santos, “que (le) devolvió el poder a los criminales”.

En ese autoanálisis que escribió Uribe, y que narró con tono ceremonioso el señor Vallejo en frente del féretro del joven líder asesinado y de sus seres queridos agobiados por el dolor, el hombre de las chuzadas a los magistrados y periodistas, el de los falsos positivos y de las acusaciones espurias contra líderes de izquierda y opositores de ser enlaces o cómplices de las FARC, tuvo la audacia de mencionar que durante su “desempeño como gobernador” fueron protegidos los diputados de la Unión Patriótica, y de afirmar que, durante su gobierno, ni Gustavo Petro ni Piedad Córdoba fueron asesinados. Aprovechó un momento luctuoso para tratar también de reescribir la historia y borrar esa enorme mancha que lo marcó para siempre: las acusaciones que pesan sobre él sobre sus estrechas relaciones con los grupos paramilitares. Y bajo la lógica del enemigo interno, no podía dejar de mencionar que el hijo de la también asesinada Diana Turbay “nunca apeló a la combinación de las formas de lucha, a diferencia de algunos miembros de la Unión Patriótica que promovían el secuestro, participaban de órdenes de asesinato, pero se sentían con derecho a imponerse sobre la democracia”.

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En ese siniestro juego de espejos, el preso Uribe, aprovechando las emociones a flor de piel de un país polarizado, y las imágenes conmovedoras del sepelio de otra víctima de la violencia, sacaba de nuevo de su arsenal las calumnias y las mentiras que motivaron la acción de los Castaño y de los otros cabecillas de esos escuadrones de la muerte, para asesinar a dirigentes populares y exterminar a un movimiento de izquierda, durante más de veinte años de una guerra sucia inclemente, que llegó a su clímax durante el gobierno del hoy prisionero que tiene su hacienda por cárcel.

En medio de la tragedia, lo que quedó claro es que este sacrificio de un líder político muy joven, que representaba a la derecha más radical, no cambiará la percepción de sus compañeros de partido, y mucho menos de sus seguidores. Sin pruebas ni evidencias, sólo para echarle más leña al fuego, acusan a Petro de ser el responsable e instigador del asesinato del senador uribista. No parece, entonces, que estén dispuestos a cambiar un ápice sus métodos antidemocráticos y virulentos de hacer política.

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A juzgar por la catilinaria del expresidente en desgracia, las huestes uribistas están listas para vengar la muerte del que consideran su mártir, y además ajustar cuentas contra los que han tratado de manera injusta a un inocente como el caudillo, el gran timonel del Centro Democrático. El plomo se ha agudizado, al igual que la acción de las bandas criminales.

Además, hay una oferta inmensa de sicarios dispuestos a apretar el gatillo por el billete que sea. Como si no hubiera ninguna lección aprendida del pasado, estos heraldos de la guerra vuelven a jurar que salvarán al país a sangre y fuego.

Se miró al espejo, y la distorsión era evidente: “Miguel dio ejemplo que la política obliga a aprender, a mejorar, a controlar emociones. A ser franco, pero también cuidadoso con el uso de la palabra. La política exige el silencio que medita y la palabra que construye. Así actuaba Miguel”. Ese, de todas maneras, nunca fue ni será el interno 381770.

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