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Solía llamarse la Casa de Nariño. Pero ahora, con Iván Duque como su inquilino, ha habido un esfuerzo consciente de convertirla en la Casa Blanca. Hay varias razones, de forma y de fondo.
Antes de Duque, los presidentes de Colombia daban todas sus alocuciones fuera de su despacho. La mesa de trabajo de la primera autoridad del país era algo anodino, sin mayor perfil, a leguas de distancia de lo que ha sido la tradición estadounidense alrededor de la famosa Oficina Oval. Ahí, con una amplia ventana como marco, se encuentra el “Resolute”, como bautizaron al escritorio presidencial de 140 años de añejamiento, desde el que sucesivos mandatarios han pronunciado discursos históricos y dado órdenes de acciones militares en Vietnam, Afganistán o Irak.
Ahora Duque se dirige a la nación desde su escritorio presidencial, con una bandera de Colombia a un lado y al otro un frasco de gel desinfectante, para no olvidar que estamos en medio de una pandemia. Falta una repisa, a sus espaldas, con fotos familiares y algunas condecoraciones para ajustarse más al ambiente que quiere imitar. A veces, usa una chaqueta con el escudo de Colombia a su derecha, y su nombre a la izquierda, a usanza de los presidentes norteamericanos cuando, por ejemplo, visitan a las tropas desplegadas en Irak. Ah, y la tapa: la banderita de Colombia en el ojal de la solapa del saco, práctica que arrancó en Estados Unidos después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, con George W. Bush, su gabinete y los congresistas de la época. Se volvió un símbolo de patriotismo. Duque ha incorporado esa tradición —cómo no— a su escenografía presidencial.
El año pasado, en medio de la euforia por la inminente caída de Maduro, Duque recibió al vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, y al presidente de la Asamblea Nacional (y autodenominado presidente interino de Venezuela), Juan Guaidó, en un espacio en el que había una chimenea y enfrente de ella unas sillas en las que se sentaron los tres varones. Era imposible no comparar esa imagen a la del presidente gringo (diga usted, Trump, Obama o Bush) recibiendo la visita de cualquier autoridad extranjera, con la misma chimenea a las espaldas y arriba un cuadro de George Washington.
Eso no dejaría de ser una nota a pie de página, un dato frívolo del arribismo (o del complejo) que ahora se anida en la Casa de Nariño, si no fuera porque en el presente todas las alarmas están prendidas por la inminente llegada de asesores militares estadounidenses. La teoría en boga es que estamos ad portas de una acción militar contra el vecino país con el agravante de que el gobierno de Duque y, de paso, las Fuerzas Armadas colombianas se verían involucrados en una posible operación de derrocamiento del cuestionado gobierno del heredero del otro “presidente eterno”, Hugo Chávez.
Sin embargo, a esa teoría le ha faltado un ingrediente sin el cual la torta no crece: las elecciones presidenciales en Estados Unidos y, en especial, las características del estado de la Florida. Trump tiene la imperiosa necesidad de ganar ahí para despejar el camino hacia la reelección. Por lo tanto, el objetivo no es Miraflores: son los latinos del sur de la Florida —venezolanos, cubanos, nicaragüenses y colombianos— que podrían mover la balanza y darle la victoria, en el estado del Sol, al actual presidente.
Florida es uno de los llamados “estados péndulo”, no tiene una sólida tendencia política —como sí sucede con California (demócrata) o Mississippi (republicano)—, y por lo tanto en una elección puede moverse hacia Obama (2012) y en la otra hacia Trump (2016). Los triunfos electorales en ese estado por lo general son muy apretados, el ganador derrota a su contrincante por 20.000 o 500 sufragios, esto último sucedió en el año 2000, en los polémicos comicios en los que se impuso el republicano George W. Bush.
Las elecciones en Estados Unidos se definen por el número de delegados en el colegio electoral, no por el voto popular. Y Florida es uno de los ocho estados clave (los otros son Pennsylvania, Michigan, Wisconsin, Carolina del Norte, Iowa, Ohio y Arizona) que Trump debe echarse al bolsillo con el fin de obtener el número de delegados suficiente para lograr la victoria y seguir en la Casa Blanca hasta 2024. Se requieren 270 para ganar, de un total de 538 provenientes de los 50 estados de la unión.
Por lo tanto, la supuesta “invasión” es un sainete montado por el actual gobierno de Estados Unidos, con la complicidad de Duque y Guaidó. Trump ha enviado portaviones al Caribe con el argumento de la guerra contra el narcotráfico, pero con el mensaje velado de cocinar alguna acción militar contra Maduro. Asimismo, ha despachado militares a Colombia a asesorar a los curtidos guerreros criollos que llevan más de medio siglo dándose plomo con narcos y guerrilla.
Hay que tener muy claro que la gran fantasía de los venezolanos de Miami (alimentada sin tregua desde hace un año por el poderoso vecino del norte y los líderes del antichavismo) es que esos buques de guerra, más los asesores militares en la frontera, entren en acción, y en medio del estallido en Caracas votarán encantados por Trump, el salvador de la patria. Lo mismo harían los cubanos que buscan también que el señor del copete naranja les haga el milagro en la isla. Pero eso no va a pasar.
La oposición venezolana le vendió la idea al gobierno de Trump de que tumbar a Maduro era asunto de días y que, con la amenaza gringa de “todas las opciones sobre la mesa”, las Fuerzas Armadas venezolanas le darían la espalda a su comandante en jefe y ayudarían con fervor a su derrocamiento. Nada de eso ha sucedido, ni siquiera con las severas sanciones impuestas por Estados Unidos y las acusaciones de narcotráfico por parte de fiscales estadounidenses contra las cabezas del gobierno chavista.
Pero a la teoría de la posible intervención militar le apareció, de manera inesperada, otra complicación, nacida del asesinato, a manos de la policía de Minneapolis, de George Floyd. Ese crimen se convirtió en un poderoso detonante para que la gente saliera en masa a las calles a protestar contra el racismo y la injusticia, en una ola incontenible que lleva ya 10 días y se extiende a los 50 estados de la nación americana.
Al lado de las manifestaciones, ha habido saqueos, incendios, destrucción de almacenes y edificios públicos, enfrentamientos con escuadrones antimotines y, sobre todo, perplejidad, una vez más, ante el manejo desacertado, autoritario y contraproducente que le ha dado Trump a la situación. Además, en este momento la élite militar de Estados Unidos —exgenerales que han estado bajo las órdenes de presidentes demócratas y republicanos— ha rechazado, en comunicados, artículos de prensa y declaraciones a los medios, el manejo que el presidente le ha dado a esta profunda crisis, que se añade a la pandemia, el desempleo sin precedentes y la quiebra de miles de negocios, grandes, medianos y pequeños.
Incluso, el secretario de Defensa, Mark Esper, se opuso de manera pública a la intención del presidente de enviar soldados regulares del Ejército a controlar la movilización popular. Esas tropas están dedicadas a tareas en el extranjero. En muy contadas ocasiones, y siempre a pedido de los estados, han intervenido en problemas domésticos.
La ayuda que quieren los venezolanos de Miami y la oposición de Guaidó del hermano mayor, del matón del curso, está muy enredada. No hay duda, sin embargo, de que Trump y sus aliados no dejarán morir el tema, seguirán con su apoyo al “presidente interino”, con el teatro de la soñada intervención. Guaidó incluso anunció, en su cuenta en Twitter, que la DEA está en una operación antinarcóticos, “la más grande en la historia del continente”, como lo afirmó, y “con información que ha suministrado la Asamblea Nacional. Y atento, que viene más”, expresó con el mismo tono de “plan inminente”, de “acción intrépida”, para mantener la expectativa y alargar su liderazgo ya moribundo y sin credibilidad.
Duque insiste en participar en la comparsa, mezcla de comedia venezolana y tragedia gringa mal dirigida por Trump quien, dicho sea de paso, no tiene el margen de maniobra ni el ambiente político para armar una distracción internacional del tamaño de una intervención militar. Esta trama no sobrevive si fracasa en su intento de reelección. Ojalá, para que, de una vez por todas, la oposición venezolana ponga por fin los pies sobre su propia tierra.
