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La Plaza tomada

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Sergio Otálora Montenegro
29 de septiembre de 2009 - 02:45 a. m.
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Si el concierto de Juanes en Cuba se hubiera celebrado el pasado 4 de febrero, habría coronado con todas las de la ley: un día como ese, en 1962, frente a más de un millón de personas,  Fidel  pronuncio su famosa segunda declaración de La Habana, en un momento en que la isla era expulsada de la OEA y el embargo ya estaba en marcha.

Hace 47 años, en la misma plaza, una multitud refrendaba con su presencia y su entusiasmo, la revolución naciente, expresión de un hecho irreversible, que el mismo joven líder máximo se encargaba de señalar: después del triunfo de los barbudos de la Sierra Maestra, el proceso de transformaciones en América Latina sería irrefrenable.

Casi diez lustros después, un joven músico, sin ínfulas de intelectual, ni veleidades mamertas, nacido en un país cruzado por múltiples guerras, criado en una tierra lacerada por la violencia del narcotráfico, se para enfrente de más de un millón de cubanos, en compañía de un puñado de artistas, y sin discursos veintijulieros pero con gran decisión, hace historia: le canta a la libertad, a la unidad de la familia cubana resquebrajada, al amor, a la paz.

Esta Cuba que visitó Juanes y su combo, es muy distinta, y también muy parecida, a la de los días gloriosos: jóvenes ansiosos de recorrer un camino distinto, sed de cambios por métodos pacíficos, necesidad imperiosa de romper con el pasado.  Pero en medio de tanta euforia, estaba lo que se vivía entre bambalinas, las dificultades que debieron sortear sus protagonistas,  los mecanismos de hostigamiento y control activados por el régimen, los obstáculos, la frustración horas antes de entrar a escena, cuando es evidente que los burócratas quieren, de manera porfiada, imponer sus reglas, mientras que los artistas se revelan y, ante la presión, prefieren cancelar todo.

Que el permanente conflicto con las autoridades haya puesto en peligro inminente la realización del evento, habla muy bien del coraje de los cantantes y es una vergüenza extrema para la dirigencia cubana, que esta vez no pudo tapar el sol con las manos, ni impedir que una masa exultante se tomara la plaza para cantar y bailar, no al son monótono de las consignas de siempre, sino bajo el ritmo cadencioso de la diversidad. 

Desde su retiro voluntario, Fidel calificó de “extraordinaria” la velada, y exaltó las cualidades de la juventud cubana. No dijo, jamás lo diría, que esa misma multitud pacífica, necesita con urgencia que se abran las compuertas de un sistema obsoleto, decrépito, autoritario.

Esa jornada del domingo pasado es una poderosa imagen de lo que significa que a Cuba entren en serio el intercambio cultural, que se resquebraje el bloqueo y la sociedad tenga oportunidad de conectarse con el mundo sin prohibiciones ni limitaciones odiosas. Es, además, una gran bofetada al exilio hirsuto de Miami, que quiso de nuevo imponer su voluntad para “darle una lección a Castro”. En esas vive desde hace medio siglo, y ha sido muy eficiente en su tarea de acumular poder local, en presionar a Washington para perpetuar el embargo y en tratar de apuntarse goles a su favor que, a la postre, terminan en estruendoso fracaso: desde la invasión a Bahía Cochinos, pasando por el sonado caso del balcerito Ilian González,  hasta  las presiones inauditas contra Juanes, que él, de manera valiente, supo sortear.

No importa si detrás de los conciertos de Paz sin Fronteras, hay una sofisticada estrategia de mercadeo y comunicación, para “posicionar” a Juanes como una especie de Bono (el cantante y líder de la banda irlandesa U2) latinoamericano. Que tenga como aliado a un tipo tan talentoso y carismático como Miguel Bosé, es una garantía de compromiso. Sea lo que fuere, y por encima de lo polémicas que sean sus posiciones políticas frente al conflicto colombiano y frente al régimen de Uribe, siento una enorme simpatía por este colombiano que ha entendido que ser un ciudadano del mundo no significa cambiar el español por el inglés.

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