Más claro no canta un gallo

Sergio Otálora Montenegro
20 de mayo de 2017 - 03:02 a. m.

MIAMI.- Después de que Trump dijera que lograr la paz es difícil, que busca hacerla en todo el mundo (cual reina de belleza),  y felicitara a su homólogo colombiano por llevar a buen puerto las negociaciones con las Farc, Santos hizo un gesto de enorme satisfacción y soltó ese dicho tan nuestro que produjo regocijo dentro de la delegación colombiana que presenciaba la rueda de prensa en la Casa Blanca.

Sin embargo, ese espaldarazo del presidente de Estados Unidos  tiene mucho de largo y de ancho. Es producto de la improvisación del momento, de ese patrón, ya establecido por Trump, de lanzar palabras al aire sin medir sus consecuencias diplomáticas.  En su corto discurso, en el que mezcló la coca con la cocoa, como si fueran dos cosas iguales, el mandatario estadounidense se centró en el tema de las drogas, la mara salvatrucha (la pandilla  MS-13) y la crisis de Venezuela. No mencionó, ni de manera tangencial, el proceso de paz.

Esa intervención,  sin duda escrita por quién sabe qué asesor del Departamento de Estado (a estas alturas del partido, no han nombrado siquiera al subsecretario de estado para América Latina), recogió las ideas centrales de una carta que le envió a Trump el gobernador de la Florida (y viejo amigo) Rick Scott, un día antes de la visita de Santos a Washington.

En esa misiva había tres ideas clave: el peligro del crecimiento de los cultivos de coca, la necesidad de extraditar a Estados Unidos  a guerrilleros de las Farc y el pedido de que Trump recibiera en su despacho al senador y expresidente Alvaro Uribe Vélez.

Scott , con ese mensaje, se sentía interpretando el querer de “300.000 colombianos  que orgullosamente han establecido su hogar en la Florida”.  Muchos de ellos viven en Miami. Y debieron de quedar perplejos ante el impredecible apoyo de Trump a un proceso que aquí se interpreta como la antesala de la instauración del “castrochavismo” en Colombia.

Porque Colombia ha entrado a ocupar, dentro del exilio histérico de la Florida, un lugar privilegiado en la lógica anticomunista con la que se mira todo lo que acontece en la región.

Hoy por hoy es claro que quedan en el mundo dos lugares donde la Guerra Fría se pasea por la realidad  como esos carros clásicos y antiguos que se niegan a desaparecer: Corea del Norte y, sí, Miami, la ciudad que ha recogido oleadas sucesivas de refugiados y exiliados, primero de Cuba, después de Nicaragua,  más tarde de Colombia y, desde hace diez años, una inmigración masiva de venezolanos.

Aquí se ha cocinado a fuego lento una mezcla explosiva de odio, resentimiento, frustración, prejuicios ideológicos, agendas políticas,  que ha terminado por convertirse en una manera de ver e interpretar fenómenos  como la llegada de movimientos de izquierda y populistas a países como Venezuela, Ecuador o Bolivia, o el hecho al parecer irreversible de que, en Colombia,  un contingente importante de “subversivos comunistas” ingresen a la vida civil y puedan convertirse en un movimiento político legal con la opción de llegar al poder .  Como ya es clásico en esa histeria anticomunista,  ni una sola hoja del frondoso árbol insurreccional  de América Latina  se mueve sin la autorización de los muchachos de La Habana.

Bajo esa perspectiva, “Los Castro” (una marca registrada que sirve para todo) se han encargado de adoctrinar, entrenar, influir, aconsejar y manipular a toda esta riada de dirigentes ariscos  que llegaron al poder por la vía democrática, en diferentes países de Sur América. Por lo tanto, que el proceso de paz con las FARC se haya firmado en la capital cubana confirma la sospecha de que los titiriteros de la Plaza de la Revolución tienen bien sujetadas las cuerdas de sus títeres revolucionarios en Bogotá. 

La Guerra Fría tiene un apéndice, una especie de tumor maligno inextirpable: el macartismo. Por estos días aquí en Miami hay “actos de repudio” (ese invento  de la revolución cubana, de inspiración fascista, de castigar con insultos y a veces a golpes, a los infieles “contrarrevolucionarios”) en contra de personas relacionadas con el chavismo, hayan sido funcionarios del gobierno de Maduro o de Chávez, o apenas “enchufados”, es decir, los que tienen o tuvieron relaciones de negocios con el régimen. Llegan a sus casas, o los persiguen en la calle, o denuncian su presencia en una ciudad y un país al que entraron de manera legal.

En este ambiente  es imposible el debate, la confrontación, ni siquiera en ámbitos académicos, en los que la línea siempre es ver un solo lado de la moneda. Por desgracia, esa también parece ser la tendencia con el caso colombiano.

Aquí en el sur de la Florida viven muchos que sintieron en carne propia la barbarie de la guerrilla o de los paramilitares o de las fuerzas del Estado. Por desgracia también hay quienes, de manera absurda, han decidido “aliarse” con los cubanos y venezolanos en su lucha común contra lo que ellos llaman “comunismo” y su vocero en Colombia, Juan Manuel Santos. Con seguridad los ya nacionalizados en Estados Unidos habrán votado por Trump, una especie de Uribe en tecnicolor. Y tuvieron que esperar, con gran ansiedad, a que este volador sin palo que dirige los destinos de la nación más poderosa del mundo pusiera a Santos en su sitio.

Pero no fue así. Y se equivoca el presidente de los colombianos: Trump, el gallo naranja, no cantó tan claro. Apenas fue un acto repentista y lo complicado es que no sabemos muy bien cuál es la política real de Estados Unidos hacia Colombia en uno de los momentos más decisivos de su sangrienta historia de violencia. Por lo pronto,  las preocupaciones de Washington están centradas en esclarecer hasta dónde llegaron los tentáculos del Kremlin en la elección de Trump para quien cococa, coca y coco pueden ser la misma vaina.

 

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