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Paz a punta de cartas

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Sergio Otálora Montenegro
15 de noviembre de 2008 - 01:09 a. m.
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A PUNTA DE CARTAS ENTRE LA INTElectualidad y las Farc, se busca reactivar algo que, de entrada, está muerto: el intercambio humanitario. Ese es, precisamente, el gran “logro” estratégico de la seguridad democrática.

Es la joya de la corona: si con Íngrid y los contratistas estadounidenses en la selva, Uribe saboteó los intentos de abrir alguna mínima ventana para el diálogo, ahora que ya no están los rehenes famosos en la manigua, menos va a querer este gobierno dar su brazo a torcer en su tarea de derrotar, a bala limpia, a la guerrilla. Por lo tanto, la famosa carta que un grupo importante de colombianos le dirigió a Alfonso Cano plantea una disyuntiva que ya no es real.

Ahora, la disyuntiva no es acuerdo o más sufrimiento. La cosa es simple: las Farc deben liberar ya, sin condiciones, a todos los secuestrados. Pero eso, por lo menos en el inmediato futuro, no ocurrirá. Como tampoco veremos, por parte del Comisionado de Paz, mínimos acercamientos con las huestes del finado Marulanda. Tanto para éstas, como para los halcones de Palacio, el pulso de verdad es en el terreno de batalla, no en la mesa de negociación. Es la vieja certeza de que la guerra es la que empuja los hechos políticos, para bien o para mal.

Exigir la liberación inmediata de los secuestrados, sin más dilaciones, es no olvidar ni un segundo que se están muriendo a pedazos ante la mirada inclemente de sus carceleros. Pero, como sabemos, ahí no termina esta historia. La gran pregunta de hoy (y también el desafío) es si la maltrecha democracia colombiana puede garantizar, en medio del escándalo de las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales, la existencia y el fortalecimiento de un movimiento de oposición que pueda competir en igualdad de condiciones con la variopinta coalición uribista y le dispute, en franca lid, en todo el territorio nacional, la Presidencia de la República. La respuesta no es muy esperanzadora: hay resurgimiento de bandas paramilitares, más pegadas a las faldas del narcotráfico que antes; los 30 oficiales que fueron llamados a calificar servicios por orden del Ejecutivo, no señalan el desmonte de los dispositivos institucionales de la guerra sucia, que tanto dolor ha dejado en estos últimos veinte años.

Semejante panorama lo conocen muy bien los miembros de la bancada demócrata en el Congreso de Estados Unidos, y el mismo Barack Obama. No es un secreto para Washington los altos niveles de impunidad que existen en Colombia. La nueva dirigencia que llegará en pocas semanas a la Casa Blanca está tomando atenta nota de la enésima crisis de Derechos Humanos que vive nuestro país. Los resultados de la seguridad democrática son bastante contradictorios; debilitamiento de la guerrilla, sí (algunos, más triunfalistas, hablan de derrota), pero a un precio demasiado alto… Sin hablar de los pobres resultados del Plan Colombia en la lucha contra los cultivos ilícitos y el narcotráfico.

En lugar de enfocar las baterías en un intercambio humanitario que ya no es posible, sería más realista buscar, por todos los medios, que la nueva administración estadounidense sea factor clave en el desmonte de una máquina de violencia que ha anulado, a sangre y fuego, cualquier avance democrático y le dé una dirección distinta a los millones de dólares destinados a la guerra ¿Si en las alturas del Pentágono y en la Oficina Oval dieron el visto bueno para la ‘Operación Jaque’, por qué no presionar para que en esas mismas instancias lleguen a la conclusión de que es más rentable, a la larga y a la corta,  una paz negociada que un nuevo ciclo de barbarie en Colombia?

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