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En los albores de la presidencia de Belisario Betancur (1982-1986), al comandante guerrillero más buscado y popular de Colombia en ese momento -Jaime Bateman Cayón- se le ocurrió hablar del “gran sancocho nacional”. Era una metáfora muy de su estilo, que indicaba que la desmovilización del M-19, y del resto de los grupos armados, debía responder a un acuerdo en el que todo el mundo participara y tomara decisiones fundamentales para transformar al país.
Cuarenta años después, Gustavo Petro -exguerrillero del M-19 y primer presidente de izquierda en la historia del país- resolvió tomar un camino menos gastronómico, y más turbulento: la paz total. Un intento heroico e infructuoso de llevar a todos los factores de violencia a la mesa de negociación. En este tortuoso proceso no hubo poder humano ni divino que convenciera al exalcalde y exsenador de que el desarme, al mismo tiempo y en diversas mesas de diálogo, de todas esas bandas de narcotráfico (algunas con gastados ropajes revolucionarios), era un delirio político que ha conducido al país a una exacerbación de la guerra y al fortalecimiento de todos los grupos delincuenciales.
Creímos de manera ingenua que el triunfo de Petro sería la profundización de los acuerdos de paz de 2016 y la recuperación del tiempo perdido durante los años de Duque, quien buscó, sin lograrlo del todo, ser el sepulturero de la negociación con las Farc. El cachorro de Uribe creyó que lo logrado por el gobierno de Santos era una combinación de impunidad y de legitimación del castro-chavismo en Colombia, y entonces decidió hacer todo lo posible por dinamitar lo pactado con la huestes del entonces comandante Timochenko. Petro, de signo contrario, pero con un ego del tamaño de su talante improvisador e impulsivo, resolvió tomar, en la práctica, el mismo camino: dejar a un lado lo acordado y firmado en Cartagena y después en el teatro Colón, lo que había costado tantas vidas y tantas esperanzas, para alimentar un delirio político que se ha estrellado una y otra vez con la cruda realidad de toda la maraña de violencias a manos de curtidos guerreros descompuestos como el conflicto armado mismo.
Tal vez en lo único en que ha acertado el presidente es en decir que ninguno de esos grupos busca hoy la toma del poder e instaurar el socialismo. Son una especie de aguas estancadas, podridas por una guerra que se volvió un modo de vida, una opción de crecimiento económico, una forma de ejercer dominio sobre una población e imponer el terror.
Durante los años de la paz total no se ha detenido la máquina de exterminio. Siguen asesinando lideres sociales y firmantes de la paz, es decir, exguerrilleros de las Farc que confiaron en que el Estado cumpliría su palabra. Les falló un gobierno de extrema derecha y les ha fallado un supuesto pacto histórico que haría cumplir, con todas las de la ley, sin demora y con la palabra empeñada, los diversos puntos estipulados y acordados en La Habana durante intensos años de negociaciones que empezaron en 2011.
Cumplir al pie de la letra esos acuerdos era ya de hecho una revolución, pero Petro prefirió reinventarse la rueda, ser errático y mesiánico, con la idea de que iría mucho más lejos que Santos, y dejaría al país, cuatro años después, con algo más grande que el magro acuerdo logrado por un oligarca de Bogotá. Ha perdido un tiempo precioso y una oportunidad única para haber dejado las bases reales de un proceso reformista en Colombia. Optó por un atajo que, a estas alturas del partido, no parece tener salida.
Fue patético ver a Petro convocando a cabildos abiertos en todo el país, a que el pueblo se movilizara e hiciera respetar su voluntad, después de que el Senado hundiera, por una exigua mayoría, la consulta popular. En su delirio caudillista, se imaginó una muchedumbre decidida, en todos los municipios del país, a tomarse el poder local y ejercer su soberanía para decidir lo que no fue capaz un congreso corrupto, que gobierna para la oligarquía.
Impresiona que un tipo forjado en la dura batalla parlamentaria, que conoce al país palmo a palmo, y se sabe de memoria los factores de poder y cómo funciona la democracia liberal, creyera que podía ponerse por encima de todas esas realidades, y aprobar reformas no por acuerdos con diversas bancadas, sino bajo el método tradicional del clientelismo y el muñequeo al detal. Destruyó cualquier iniciativa de un acuerdo nacional; ha dicho mil veces que fue traicionado y que su gran error fue haber invitado a liberales progresistas -él los llama neoliberales- a formar parte del “gobierno del cambio”.
Lo devastador para el Pacto Histórico y su presidente,es que el poder dominante regional sigue intacto, al igual que la guerra que ha azotado desde siempre a las mismas zonas del país. Desde la era del sancocho nacional, se trataba de que esos señores de la guerra y amos de la tierra entendieran, sin el uso de los fierros, que era mejor dialogar y negociar. No se pudo entonces, tampoco se ha podido hasta el momento. La próxima persona que se le apunte a manejar este tropel sin fin, ya entenderá que la paz es un asunto de método, de disciplina, de estudio, de paciencia y de acumulación de fuerzas. No un asunto de inspiración seudopoética -el país de la belleza- o de ego desbordado.
Pero además de este posible fracaso de la paz total, queda una lista larga de corrupción, tráfico de influencias, y dudosos liderazgos dentro del gobierno. ¿No habrá posibilidad alguna, en un futuro próximo, de un ejercicio del poder transparente, que cambie en algo las coordenadas de tantos años de corrupción? ¿Quedó la izquierda en el poder marcada para siempre por las debilidades, contradicciones, inconsistencias, incapacidades y torpezas de Petro?
