DURANTE TODA SU EXISTENCIA, LA cabeza de Tirofijo tuvo un precio.
Ahora, ya muerto y enterrado, hay recompensa para quien informe sobre
el paradero de su cadáver. Los halcones no lo pueden creer: el viejo
guerrillero se les fue a la eternidad (“al infierno”, según sentencia
casi monacal del Ministro de Defensa) por causas naturales y no por los
estragos de un misil inteligente o de una bala certera de un infiltrado
en su guardia personal.
Extraña paradoja de esta guerra devastadora: medio siglo echando plomo, primero para salvar el pellejo, después para tumbar al gobierno y más tarde para cambiar el sistema. Pudo hacerle el quite a la parca en cada etapa, al tiempo que nuestra geografía se iba convirtiendo en un gigantesco camposanto de superposiciones de diversas violencias.
Dicen que nunca salió de las cuatro paredes de su selva, que no conoció Bogotá, por ejemplo. Pero sus acciones marcaron a sangre y fuego una parte decisiva de nuestra historia y a tres generaciones. Era parte de esa otra Colombia desconocida, la rural, la que no aparece en las encuestas de opinión, la de colonos y campesinos que han padecido todos y cada uno de los rigores de la agresión: los bombardeos, los robos de tierras, la persecución y la acción encarnizada de los bandos enfrentados, subversivos, Ejército, paramilitares.
Un puñado de hombres, en 1964, terminó por inventarse una máquina de guerra que hoy, cuarenta y cuatro años más tarde, ha dejado de ser un problema doméstico, para convertirse en factor de conflicto entre varios gobiernos de la región. En estos momentos, se encuentra internada en lo profundo de la selva ante una nueva (aunque no inédita) arremetida de otro gobierno que no se cansa de jurar, en todos los tonos, que a esa cáfila de bandidos la hará morder el polvo de la derrota total.
Supimos de Tirofijo por las noticias de sus tantas muertes falsas, y por su leyenda negra que ocupó los titulares de prensa durante décadas enteras. Lo vimos por primera vez, de carne y hueso, en la época de Casa Verde, en 1984. Le oímos su acento campesino, su hablar llano, sin grandes circunloquios, su actitud reservada. Los medios lo llamaron Don Manuel, la curiosidad fue infinita para saber qué pensaba un tipo que, a diferencia de otros insurgentes, (al estilo de Pizarro o de Báteman) no se le veía el menor interés de dejar su hábitat en aras de entrar en contacto con el mundo urbano. Siguió en el monte, en la táctica y en la estrategia, determinando con su accionar criminal el rumbo errático de un país.
Lo volvimos a ver en El Caguán, más implacable, al mando de un ejército irregular que le rendía honores militares. Se rompieron las negociaciones con Pastrana y Marulanda siguió en el monte, como siempre, y de ahí no se movió un ápice, ni en lo geográfico, ni en lo político, ni en lo militar.
Según lo anunciaron las propias Farc, murió de un infarto, en brazos de su mujer y rodeado de sus hombres más leales. Entiendo el arrebato de querer hallar los restos mortales de Marulanda: en medio de tanta euforia, de locuaces computadores, y de miembros abatidos del secretariado, las exóticas condiciones de su fallecimiento son un recorderis de la inoperancia del Estado y de la gran sin salida de un conflicto armado que se volvió endémico.
El cuerpo del terrorista más buscado del país no será exhibido en la televisión. No habrá discurso presidencial reafirmando los heroicos resultados de la seguridad democrática. Incluso al galope de su muerte, “el guerrillero más viejo del mundo” inspira no muy sutiles movidas políticas: el ministro Santos se colinchó a los efectos de semejante noticia para, según dicen, perfilar más su candidatura presidencial.
En juego largo hay desquite, pensará Uribe. Ya le mandó a decir al “terrorista que se las da de filósofo”, que se prepare. Que, si todo sale bien, (la reelección del Mesías) quedan seis largos (y sangrientos) años para evitar que el nuevo mandamás de la cúpula sediciosa se muera como cualquier viejito pequeño burgués de Chapinero.