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Una famiempresa fascista

Sergio Otálora Montenegro

20 de julio de 2024 - 12:00 a. m.

MIAMI.- La nieta de 17 años; la novia del mayorcito; la esposa del otro varón de la pandilla, y además gerente de la famiempresa, se echaron su discurso de plaza en la convención de lo que antes llamaban Partido Republicano, y hoy es una especie de asociación para delinquir, dirigida por el patriarca, el jefe, el padrino, el gran héroe de la jornada, Donald J. Trump.

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Es un asunto, pues, de familia, como si fuera uno más de los edificios que llevan su nombre y hacen parte de su patrimonio inflado. Y además de su nombre siempre en dorado rechinante, le ha impuesto otro sello: el del fascismo.

El jefe de uno de los sindicatos más poderosos de Estados Unidos –los Teamsters, que agrupan a los conductores de camiones de carga y trabajadores de bodegas, tanto de empresas públicas como privadas– expresó su apoyo a Trump con el argumento de que es un líder que le ha abierto las puertas a la clase trabajadora y a los marginados. Es sin duda un hecho histórico, porque el sindicalismo gringo, en su gran mayoría, siempre había sido el brazo militante del Partido Demócrata.

Pero con la aparición de Trump, y su hábil estrategia de hurgar sin tregua en el resentimiento de la clase obrera blanca –antiinmigrante, racista y empobrecida en parte por los tratados de libre comercio y por la desaparición de la manufactura–, el monopolio demócrata se rompió, y el círculo se ha cerrado. El populismo fascista, que en Europa atrajo a un amplio sector de la clase media y trabajadora, ahora hace lo mismo en Estados Unidos, con los elementos comunes de xenofobia, rechazo a la diversidad, imposición desde el poder de una visión única de la sociedad, de su historia, de su presente y futuro, el intento de imponer una religión excluyente, y el proyecto de construir un estado autoritario, corporativo.

En los medios de comunicación tradicionales estadounidenses no se habla de fascismo con todas sus palabras. Pareciera ser un término que le queda grande a la supuesta arquitectura institucional de pesos y contrapesos, y porque la prensa y el discurso público tienen amplias protecciones a la luz de la primera enmienda, que ha sido explotada y utilizada por Trump con gran éxito.

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Pero la combinación de cristianismo nacionalista que busca incrustarse en toda la estructura del estado, populismo que ataca a las élites pero gobierna con ellas y para sus intereses, y todas esas guerras culturales contra el sistema público de educación, contra la inclusión y la diversidad, contra poblaciones vulnerables, contra los inmigrantes, esa combinación, digo, es lo que puede destruir lo que ha sido orgullo de este país: la transparencia de su sistema electoral con sus varios sistemas de verificación, la solidez de una tecnocracia no partidista que ha administrado y puesto en acción, durante décadas, la pesada maquinaria federal, y la transmisión pacífica y fluida del poder.

Y aparece en escena J. D. Vance, el posible vicepresidente ungido por la famiempresa, blanco, de Ohio, de origen proletario, con madre soltera y alcohólica rehabilitada, con esposa inmigrante nacida en la India, educado en Yale, y con unos deseos irrefrenables de destruir la democracia liberal, de seguir la senda autoritaria, y apoyar cosas como la prohibición del aborto, sin excepciones, a nivel nacional. El hombre tiene 39 años, es de la generación del milenio, pero parece fabricado en los años treinta en la Italia fascista.

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Nada bueno le augura a este país un triunfo del tándem Trump-Vance. La violencia ya le dio su campanazo al incendiario que la viene aupando desde que inició su carrera por la presidencia. Los lobos andan sueltos y quieren venganza. El expresidente y expresentador, y su cuadrilla, se preparan para el asalto.

Lo impactante, por otra parte, es que la economía de este país es pujante, sus empresas -pequeñas, medianas y colosales - no dejan de crecer, el empleo está en índices bajos históricos, y se crean cientos de nuevos trabajos todos los meses. Pero si uno pone la mirada en la calle, le toma el pulso a los que viven de su salario, el panorama es desolador. Hay una clase media agobiada por la carestía, los altos precios de la vivienda y de los productos de primera necesidad. Está desesperada, desconcertada y es víctima de la desinformación. El gobierno de Biden le pulso un límite al precio de la insulina, les perdonó la deuda estudiantil a millones de jóvenes, ha sentado las bases para una economía limpia y no dependiente del petróleo (el país es autosuficiente y exporta crudo), evitó que el país cayera en recesión, pero la postpandemia con su secuela de inflación, Ucrania y el genocidio en Gaza, han dado las condiciones para que el electorado sienta que el mal menor es llevar de nuevo al poder a un delincuente.

Pero nada está escrito en piedra. A veces creo que este país, en el fondo, no es consciente de que va camino de frente al precipicio y se empecina en seguir su vida como si esto fuera una contienda electoral normal, entre dos ancianos decadentes (por ahora), sin mayores consecuencias.

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