Un día de hace diez años escribí mi primera columna. Veía la fecha de entrega avanzando hacia mí, como esas bolas de paja que recorren los polvorientos caminos de las películas del oeste. ¿Sobre qué iba a escribir? Era la pregunta que más me repetía. Y la segunda: ¿Quién me mandó a meterme en este lío? Entonces vino Helen Keller a salvar la situación, a recordarme que una vez, hace muchos, muchos años, invitó a sus lectores de la revista The Atlantic Monthly a que imaginaran qué harían si les dijeran que en un plazo de tres días iban a quedarse completamente ciegos. Escribí sobre su invitación y la manera en que reincidimos en la ceguera voluntaria.
Coincidiendo con el aniversario de mi estreno como columnista, un amigo me contó que hace tiempo perdió el sentido del olfato. Me sorprendió cuando dijo que una cirugía para corregir la desviación de su tabique nasal solucionaría el problema, solo que, por simple y franca dejadez, se ha resignado a no percibir el olor de las personas y las cosas. Me pregunto cómo se puede admitir el empobrecimiento de la experiencia vital sin otro motivo que un abandono deliberado.
Pensé que mi amigo necesitaba un efecto de choque. Analizando el caso, llegué a la conclusión de que los mecanismos de la nostalgia podían ser de gran utilidad. Le hablé de un ejercicio que suelo incluir en los talleres de escritura. Se trata de una máquina para el recuerdo inventada por Joe Brainard. Su método –que seguramente creó sin albergar pretensiones de que se convirtiera en un método– ha inspirado a decenas de artistas. Escritores como Georges Perec, Margo Glantz, Siri Hustvedt y Paul Auster han emulado y aplaudido el potencial de Me acuerdo, un dispositivo de eficacia comprobada que Brainard publicó en forma de libro en 1975. Desde entonces le han salido hijos por todas partes.
Me gustan las indicaciones escritas por Paul Auster para el prólogo del libro: “Escriba las palabras Me acuerdo, deténgase uno o dos instantes, dele una oportunidad a su mente para que se abra, e inevitablemente recordará, y recordará con una claridad y una especificidad que no dejarán de sorprenderlo”. Ese es el espíritu de la obra de Brainard, invocar el poder de la memoria repitiendo, como si se tratara de un conjuro, estas dos palabras: me acuerdo. Personas, lugares, objetos, sabores, frases, olores, películas. La aparente sencillez de su estructura no es más que el envoltorio de una obra de notable originalidad y calidad literaria. Mientras escribía su libro, Brainard sintió que era una especie de instrumento, alguien que estaba creando una obra que hablaba tanto de sí mismo como de toda la humanidad.
Las palabras adquieren la forma de escurridizos renacuajos cuando se trata de describir olores. La insuficiencia del lenguaje nos obliga a buscar metáforas y sensaciones parecidas a aquello que no logramos nombrar. No insistiré en las limitaciones para describir un olor. Prefiero centrarme en el recuerdo de ciertos aromas; olores que, aunque rehúyan de las palabras, acuden a la memoria no solo cuando son convocados. A veces se presentan sin avisar.
Estoy segura de que Brainard consentiría que su método salga al rescate de un hombre que menosprecia la oportunidad de recuperar su olfato. Este ejercicio puede ser revelador incluso para quienes tienen el tabique nasal en su sitio. “Escriba las palabras Me acuerdo, deténgase uno o dos instantes, dele una oportunidad a su mente para que se abra”.
¿A qué huele?
Me acuerdo del olor a Heno de Pravia que emanaba del cuello de mi abuela. Me acuerdo del olor a canela con nuez moscada y cáscara de limón que salía de los cuencos de arroz con leche que mi mamá nos servía los domingos por la tarde. Me acuerdo del olor a las manzanas de California que vendían en los puestos de la avenida principal de mi pueblo cada diciembre. Me acuerdo del olor a muñeca nueva.