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Amarga cosecha

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Sorayda Peguero Isaac
12 de septiembre de 2016 - 02:00 a. m.
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Esta historia empieza con las luces apagadas. Es una suave noche de primavera. Marzo de 1939. Hay un único rayo de luz tenue iluminando el rostro de una muchacha negra que canta sobre el escenario de un club neoyorquino.

La muchacha, con los ojos cerrados, una gardenia en el pelo y las manos temblorosas, canta así: “De los árboles del sur cuelga una fruta extraña. / Sangre en las hojas, y sangre en la raíz. / Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña. / Extraña fruta cuelga de los álamos. / Escena pastoral del valiente sur”.  

La muchacha tiene 24 años y un quejido atravesado en el pecho. Se llama Billie Holiday. Es la primera vez que interpreta Strange Fruit. Una canción que al principio no entendía muy bien, que después la inquietó, y que luego se adueñó de ella por completo. “Fue como si embarraran la nariz de la gente con su propia mierda”, recordaría Mal Waldron, el pianista que acompañaba a Holiday. Aquella perturbadora canción era una verdad incómoda que hablaba de hedor y perfume. De belleza y horror.

Abel Meeropol —profesor de inglés, judío, activista político, compositor y poeta— escribió Strange Fruit después de ver la fotografía del linchamiento de dos hombres afroamericanos. Era una estampa habitual en varias regiones de Estados Unidos, sobre todo en el sur: negros perseguidos por una turba enloquecida, un árbol, una soga alrededor del cuello, sudor frío, un suspiro agónico, hojas rotas, furia y pánico, sangre caliente goteando sobre la tierra seca.

El poema musicalizado por Meeropol se convirtió en un himno para la lucha por los derechos civiles. Holiday, que no pocas veces fue insultada, rechazada y perseguida por cantarla, sentía que tenía la obligación moral de cerrar sus presentaciones interpretando Strange Fruit. Según sus palabras, la canción era capaz de “separar a la gente normal de los torcidos”.

Volvamos a Nueva York, a aquel club nocturno llamado Café Society, donde la muchacha negra, estrella del local, sigue cantando: “Los ojos saltones y la boca retorcida. / Aroma de magnolias, dulce y fresco. / Y el repentino olor a carne quemada. / Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos. / Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire, para que el sol la pudra, para que los árboles la dejen caer. / Esta es una extraña y amarga cosecha”.

Esta historia acaba con todas las luces apagadas. El escenario vacío. La muchacha ya no está. Nadie aplaude. Parece que por fin, al fondo del salón, alguien se anima a romper el silencio. Los demás imitan el gesto. Aplauden. Con euforia y desconcierto. Con un amargo sabor de boca. Tras el decorado del escenario, la muchacha llora, maldice, vomita.

sorayda.peguero@gmail.com

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