Amores escondidos

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Sorayda Peguero Isaac
21 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.
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Un señor de 85 años me dice que colecciona artículos. Los selecciona y recorta con cuidado. Cuando ha acumulado cierta cantidad, los pega en páginas en blanco y anota debajo la fecha de su publicación. Así es como hace sus propios libros de 50 páginas: libros de artículos que le gustan. En el mensaje que me escribió, dice que siempre ha leído mucho, que ahora lee menos –por la edad–, que le encanta leer el periódico, practicar ese pequeño acto de subversión que es tocar el papel.

Aún recuerdo el ritual de los domingos por la mañana. Yo separaba las páginas culturales del periódico y buscaba un rincón silencioso de la casa que me permitiera disfrutar de la lectura con tranquilidad. Nunca fue fácil encontrar ese espacio de silencio. Tampoco fue fácil justificar la cantidad de suplementos que fui reuniendo en una caja de malta alemana que guardaba debajo de mi cama. Tenía otro ritual: el de los días de lluvia. Cuando me sentaba en el suelo y repasaba cada suplemento como si lo estuviera leyendo por primera vez.

Durante un tiempo fui la lectora apasionada de un sacerdote español que publicaba una columna en el periódico que llegaba a mi casa. Un día me armé de valor y le escribí. Puse mi carta en un sobre aéreo que compré en el colmado de la esquina. Después, una plácida tarde de diciembre, cuando en esta parte del Caribe empieza a hacer menos calor, fui a la oficina de correos con mi amiga Evy. Pregunté qué tenía que hacer para enviar la carta. Pagué por un sello y lo pegué donde me indicaron. La imagen del sello era una flor de Navidad. Como llevaba suficientes monedas, pedí dos sellos más, uno para mí y otro para Evy.

Visité la oficina de correos varias veces. Empujaba la pesada puerta del edificio, que en todas las ciudades y municipios tenía una fachada imponente y gris. Le preguntaba a la señora de la recepción si había recibido una carta con mi nombre. No estaba segura de que la carta que envié hubiera llegado a su destino. A veces me preguntaba dónde fue a parar. ¿La habrá leído el cura? ¿Se perdió en el camino? ¿La recibiría de vuelta o se quedaría flotando en el limbo de las cartas olvidadas? Llegué a imaginar que los empleados del Instituto Postal Dominicano se reunían alrededor de un escritorio para leer mi carta a la hora del café. Imaginaba que uno de los empleados, el que tenía más talento para leer en voz alta, –siempre hay alguien con ese don en las oficinas de correos–, se colocaba en el centro y gesticulaba dramáticamente mientras leía. Imaginaba que los demás se reían, que se reían de mí, del entusiasmo de una joven lectora que fracasó en su intento de tender un amistoso puente de palabras.

Existe un puente de palabras que me conecta con algunos lectores de esta columna. Mi madre, que ha tenido noticias de esta correspondencia, suele bromear diciendo que tengo “amores escondidos” en Colombia. Así es como los adolescentes de su generación se referían a los romances clandestinos. Dadas las escasas oportunidades que tenían para comunicarse en persona, recurrían al intercambio secreto de papelitos doblados en cuatro. Desde hace cuatro años ocurre con cierta frecuencia. Alguien, en Bogotá, Cartagena o Barranquilla, se sienta delante de un computador y me escribe un mensaje. Quiero creer que cada mensaje ha recibido una respuesta. Intento que así sea. Pero la posibilidad de un despiste planea sobre mi cabeza como una mosca impertinente.

Espero que nos sigamos leyendo el año que viene. Felices fiestas.

sorayda.peguero@gmail.com

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