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Aprendiz de nazi

Sorayda Peguero Isaac

07 de julio de 2023 - 09:05 p. m.

Cuando leí que Edith Eger dijo que no todos somos descendientes de nazis, pero que cada uno de nosotros tiene un nazi en su interior, me quedé perpleja. ¿Nosotros? ¿Qué quiere decir con “nosotros”? Edith Eger no configuró su idea del nazismo como la mayoría de la gente. Es una superviviente de Auschwitz. Mientras el temible Josef Mengele la obligaba a bailar para él, su mamá moría asfixiada en una cámara de gas. Se me ocurrió pensar que, para recordar a qué se refiere Eger con semejante afirmación, podía volver a ver una película de Dennis Gansel a la que le tengo especial cariño.

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Napola está inspirada en las memorias del abuelo de Gansel. Cuenta la historia de Friedrich Weimer y Albrecht Stein, dos jóvenes de 16 años que se hacen amigos en una escuela de élite de la Alemania nacionalsocialista. Friedrich ingresó en la escuela cuando un oficial lo vio peleando en el ring y se interesó por saber quién era. Aunque dice que le falta práctica para ser un boxeador de alto rendimiento, cree que tiene grandes posibilidades. Se comprometió a formarlo como atleta, a resolver sus carencias materiales y a convertirlo en un hombre digno de admiración. El joven Albrecht no tuvo alternativa. Siendo el hijo de un alto mando del Ejército, ingresar en una escuela nazi parecía estar escrito en su destino.

Cantan himnos, se esfuerzan por tener abdominales duros y aprenden consignas sobre la importancia de no mostrar compasión por los débiles. De eso se ocupará la escuela: “Los hombres hacen la historia, pero nosotros hacemos a los hombres”. Para crear hombres serviles a un régimen que pretende dominar el mundo por un período de 2.000 años, hace falta repetirles, día y noche, que sus cuerpos no les pertenecen. Son propiedad de la comunidad y de un loco conocido como el Führer.

¿La consigna de no mostrar compasión por los “débiles” no les recuerda el maltrato psicológico que campa a sus anchas en la vida cotidiana? ¿No les hace pensar en las agresiones físicas y en las prácticas de acoso moral ejecutadas por algunos jóvenes en las escuelas? ¿O en el ágora virtual, donde adultos de todas las edades humillan a otros para revalorizarse a sí mismos? Dicho esto, volvamos a los remotos años del Tercer Reich. Vamos a suponer que nuestro contexto sociocultural no acoge consignas tan terribles y que los nazis formaban parte de un grupo étnico que se extinguió con todas sus mañas.

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Friedrich entrena para desarrollar su talento y contentar a su mentor. Es un muchacho fuerte. Sus ojos y su cabello rubio son apreciados como los de un auténtico ario. Albrecht, que quiere ser escritor, deja hebras de pelo entre las páginas de sus libretas para comprobar si su mamá y su papá de verdad leen los poemas que escribe. Siempre encuentra las hebras de pelo donde las dejó. Tiene un rostro de expresión dulce y es demasiado delgado, según la opinión de su papá.

Los dos anhelan que sus virtudes sean reconocidas. El fanatismo saca provecho de esa necesidad de aceptación y pertenencia que a su edad comparten todos los seres. No está siendo fácil para Albrecht. Constantemente le dicen que los intelectuales no le sirven a la nación y que cultivar el pensamiento no es adecuado para los hombres de su época. Albrecht no sabe que sus armas son más poderosas que toda la artillería del régimen y que, precisamente por eso, sus intereses son señalados como un signo de repudiable debilidad.

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Una madrugada, la unidad a la que pertenecen los dos amigos recibe la orden de salir a la caza de unos rusos que están prófugos en el campo. Es la primera vez que manejan armas con munición real. Será una noche muy larga. Al día siguiente, Albrecht escribirá que en su imaginación de niño se veía como un héroe que vence dragones y salva doncellas. “Alguien que libera al mundo del mal. Y ayer, cuando salimos a buscar a los presos, de nuevo imaginé que era aquel muchacho. Pero, cuando volvimos, tenía claro que yo mismo era parte del mal del que siempre deseé salvar al mundo”. Salieron a matar. Se mancharon las manos de sangre. Tuvieron temblores. Lloraron. Gritaron de rabia. Los “peligrosos rusos” eran unos niños. Los esbirros del Führer se complacieron al saber que empezaban a alcanzar su objetivo: despertar el nazi que todos llevamos dentro.

sorayda.peguero@gmail.com

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