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Armas de construcción masiva

Sorayda Peguero Isaac

03 de julio de 2016 - 03:35 p. m.

A veces nos preguntamos por la utilidad de ciertas cosas.

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¿Para qué sirve el arte?

Tarek Dhibi tiene 23 años, es estudiante de diseño y grafitero. Enseña el arte del grafiti a los jóvenes de Kasserine, una de las ciudades más pobres de Túnez, golpeada por el desempleo y la frustración que dejó la Primavera Árabe. Dhibi dice que los tunecinos son una carnada asequible para los grupos extremistas porque “no tienen nada en sus vidas”.

La mayor cantidad de militantes yihadistas del mundo proviene de Túnez. Según la ONU, la religión y la política no son los únicos motivos por los que más de 5.500 tunecinos con edades entre 18 y 35 años se han afiliado a organizaciones extremistas. Los reclutadores del Estado Islámico (EI) y el Frente Al Nusra les ofrecen algo más que beneficios económicos. Los seducen con la jugosa promesa de un propósito vital. “El arte ha cambiado países e imperios”, dijo Dhibi a The Guardian. Para el grafitero tunecino un bote de aerosol puede ser un escudo, un conjuro eficaz contra la labia de los fundamentalistas.

En Santo Domingo, en un tramo de la calle El Conde, todos los domingos por la tarde un grupo de niños y jóvenes reciben lecciones de música. Aprenden a tocar guitarra, cajón o violín de forma gratuita. La mayoría de los alumnos de la Escuelita de Música El Conde se dedican a la mendicidad, a limpiar zapatos y a la venta ambulante. Camilo Rijo Fulcar, que dirige el proyecto desde 2015, dice que “una guitarra más es un arma menos”. El guitarrista de 24 años confía en que la escuela de música al aire libre se convierta en un acto de protesta contra la explotación infantil y la negligencia de las autoridades ante el desamparo de los niños de la calle.

¿Para qué sirve la poesía?

Era un sábado al mediodía. Los escuché a través de una ventana. Un niño le estaba cantando a otro, a uno más pequeño. El niño pequeño, que apenas sabía hablar, repetía la última palabra de cada frase: “¡Nana! ¡Grande! ¡Agua!”. Cada palabra era un grito de júbilo, una conquista flamante: “¡Nana! ¡Agua! ¡Grande!”. Y así, una y otra vez, una y otra vez... Al cabo de un rato caí en la cuenta de que estaban cantando unos versos de Federico García Lorca: la Nana del caballo grande. Y ese canto de niños, que se filtraba por la ventana como una tibia exhalación del sol, hizo que sintiera una emoción súbita, un deseo urgente de asomarme.

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Quizá sea un impulso natural creer que, a pesar de la barbarie humana, existe algo que puede salvarnos, que esta vida aún tiene sentido. Para eso sirve la poesía. Para eso sirve el arte.

sorayda.peguero@gmail.com

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