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El encargado de la tienda se parece a Hemingway, pero no tiene el garbo que luce Hemingway en las fotos. Es más viejo, y lánguido. Cuando nos escuchó entrar, hizo un movimiento de cabeza y siguió encaramado en un sillón de barbero, con los ojos metidos en un libro que sostiene muy cerca de su cara. Antes de empezar a manosear la mercancía pienso que no nos vendrían mal unos guantes, mascarillas y un machete. No me extrañaría que una anaconda se asomara por las estanterías. Pero obviamos los peligros amazónicos y las precauciones sanitarias para lanzarnos de una vez al turbio océano de pececitos de plata, termitas y polvo.
No diría que este lugar es una librería de segunda mano, sino una especie de garaje atestado de libros y cachivaches inclasificables. Sobre un palé de madera hay revistas, periódicos de los tiempos de Maricastaña, figurines de moda y publicaciones de decoración y jardinería. Me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí, a este recóndito pueblo de Catalunya, una revista chilena de 1984. Es un número especial dedicado a Silvio Rodríguez, con más de 60 canciones y los acordes para interpretarlas con una guitarra.
No conozco todas las canciones. Hay una que se llama Acerca de los padres, que dice: “Cuando venía de la escuela / y alguien le quitaba un medio al niño / su padre le pegaba haciéndolo salir / tenía que romperle la cara sin llorar. / Si se ponía a dibujar / sus casas y soles hacía trizas: / los machos juegan a las bolas y a pelear / búscate un papalote y deja de soñar. / No pudo decir que tuvo miedo / no pudo decir que le dolía / no pudo decir que era salvaje lo que hacía. / No pudo pedir ayuda alguna / no pudo llorar como pensaba / no pudo sino tragar en seco su amargura”.
No poder decir es como entrar en una jaula a empujones. “No bailes así, no te vistas así, no juegues así”. De tanto reprimir la voluntad, el cuerpo se va entumeciendo. La consciencia se somete al que vigila en las distancias largas y cortas, al que juega a los hechiceros con su verdad de plastilina, al que da un golpe sobre la mesa y sentencia que las niñas visten de rosa y los niños de azul. No hay nada más penoso que un hipócrita de nueve años, pero, ¿qué puede hacer un niño para cambiar tales circunstancias? Es demasiado pronto. No está preparado para la batalla más dura que puede enfrentar un ser humano, no sabe cómo defender su derecho a ser fiel a sí mismo. En su canción, Silvio Rodríguez se pregunta: “¿Quién quiere fabricar cerebros / y solo está sembrando muertos? / ¿Quién, quién, quién? / Y la erosión le trajo un sexo / y una presencia ante la vida”.
Recuerdo la tragedia de un niño que tenía prohibido ser él mismo. Su espalda del color de la leche azotada con una rama de piñón, la piel colorada de su mano golpeada con una regla de metal. El rumor se había extendido. Los censores hacían su trabajo en la casa y en la escuela. El niño aguantaba como un junco. No regalaba una sola de sus lágrimas. En la penumbra del sótano, donde solo entraban sus amigos, los gatos realengos y las ratas, se escuchaba un murmullo que quería ser grito: ¡Baila, Samuel! ¡Baila!
