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Buscando el pájaro

Sorayda Peguero Isaac
06 de agosto de 2022 - 05:30 a. m.

Mi percepción sensorial es más íntegra cuando estoy en este jardín. No tengo otro propósito que colgar la hamaca, descalzarme y tumbarme a mirar, oler, escuchar y murmurar para mis adentros esta cita de Robert Louis Stevenson: “Toda vida que no sea puramente mecánica se teje con dos hilos: buscar el pájaro y pararse a escucharlo”. Stevenson hablaba de la leyenda de un hombre que un día salió de un convento y se dirigió al bosque. En el camino se sintió atraído por el canto de un pájaro. Así que se detuvo a escuchar sus gorjeos. Más tarde, cuando regresó al convento, notó que sus compañeros lo miraban de un modo extraño. Ni siquiera lo saludaron con la familiaridad de siempre y solo uno de ellos lo reconoció. El tiempo que había dedicado a escuchar el canto del pájaro fue más largo de lo que él creía.

El principal responsable de mi gusto por los jardines es mi papá. Aunque en cuestiones de jardinería tenemos inclinaciones totalmente opuestas. En este patio las palmeras están por un lado, las tradescantias por otro, los coralillos más allá, las rosas en su pequeño reino. Yo prefiero la anarquía de un jardín salvaje, que las plantas crezcan como si solo obedecieran los designios de un dios. Me gustan los jardines de intrincada belleza, con sus claroscuros, sus vecindarios de lagartijas y un reperpero de pájaros al amanecer. Fantaseo con un jardín que ya tiene nombre en mi imaginación: Manga por hombro.

El otro día, escuchando el parloteo matutino de las vecinas que viven en los bajos de mi calle, me enteré de que últimamente aparecen misteriosos pétalos de buganvillas en los portales de sus casas. Contuve mis ganas de asomarme para decirles: “¡Señoras, esa púrpura tentación del trópico llueve desde aquí arriba!”. Tengo un jardín aéreo en las ventanas de mi apartamento. No iba a privar mi vida de flores por no poseer unas hectáreas de tierra firme en Cataluña. Hace años que cultivo geranios y petunias en los meses cálidos, y ciclamen y pinos enanos en los meses de invierno. Las buganvillas y las begonias bolivianas se unieron al combo el verano pasado.

Mi incursión en la jardinería no ha estado exenta de percances y daños a terceros. Una tarde se presentó en mi puerta una vecina del edificio. Por razones que no vienen al caso y en el más absoluto secreto, la llamo “Bruja del 71”. Me dijo que debía moderar el riego de mis flores porque, cada vez que yo les ponía agua, se “encharcaban” sus cristales. A veces debo asumir el papel de una implacable exterminadora, no con mi vecina sino con las larvas de la mariposa africana, que colonizan los tallos de los geranios y van chupando su savia hasta destruirlos, y con las moscas blancas que atacan las hojas de las begonias con toda su furia.

Un aprendiz de jardinería debe eludir las provocaciones de la impaciencia. Debe cultivar la virtud de la espera y comprender que su tarea necesita, además de pasión, algunas dosis de agresividad. La belleza —lo mismo ocurre con la alegría— siempre está bajo amenaza. Como en nuestra vida. ¿Cuántas veces tenemos que arrancar hábitos de raíz, trasplantarnos de espacios en los que no hay suficiente luz, buscar mejor sombra o cortar relaciones que nos asfixian como las malas hierbas? Arrancar, trasplantar, podar. Sin estas labores de preservación no dejaríamos lugar para que asomen nuevos brotes.

Recuerdo a mi papá sembrando palmeras y rosales en este jardín. Joven, sudoroso y con las manos metidas en la tierra. Después del primer riego, nos sentábamos al lado de la criatura recién plantada. La mirábamos con asombro, como si hubiera aparecido ahí por obra y gracia de una extraña mística. Nunca uso guantes para plantar mis flores. No quiero privarme de ese placer que empecé a intuir con la mirada, observando a mi padre. En ocasiones me asaltaba un violento deseo de comer tierra. Algunas veces lo hice. En esta parte del Caribe dicen que los niños que comen tierra tienen una carencia de hierro en la sangre. Lo que yo sentía era una profunda necesidad de descubrir a qué sabe el interior de la vida.

No hay espacio más adecuado que un jardín para disfrutar del carácter sagrado de la sensualidad, para dejar de mirar con desdén aquello que se nos ofrece como una frágil revelación de la belleza que nace y muere en silencio. Carl Jung decía que si las plantas, las piedras y los animales ya no hablan con los humanos es porque hemos dejado de escucharlos. No estoy del todo de acuerdo con Jung. Pese a nuestra indiferencia, ellos no han dejado de hablarnos. Nosotros hemos dejado de buscar el pájaro.

sorayda.peguero@gmail.com

 

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