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Casi 92

Sorayda Peguero Isaac

04 de enero de 2020 - 12:00 a. m.

Antes de plantarse en la ancianidad con la dignidad de un sauce, Altagracia era una mujer regordeta, amante de la música cubana, igual que otros miembros de la familia. Según el juicio de “el gran jurado”, el baile no era su mayor virtud. Ella bailaba de todos modos. Mis ojos de niña la veían grandota, inmensa. Ahora luce liviana como una espiga de arroz. Reposa en una cama sin perder la consciencia ni la curiosidad por las cosas que mueven el ala derecha del mundo. “Y por fin, ¿quién es el presidente de España?”. Sujeta mi mano con firmeza. Mi mano en su mano esquelética y suave. El ventilador agita el visillo de la ventana. Desde la calle escucho una bulla de niños jugando, el rugido metálico de los camiones de carga, la melodía de una canción de Lavoe. Me pregunto si ella la está escuchando, si los sonidos de afuera llegan a sus oídos con la nitidez de antes. Cuando una de sus hijas la ayuda a ponerse de costado, sus pies asoman por debajo de la blanca sábana. Veo que tiene las uñas pintadas de rojo.

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En un discurso que pronunció en La Habana en 1939, Camila Henríquez Ureña se refirió al tipo de mujer que me la recuerda: la matrona romana. “Su voz era oída en los Consejos de Familia. Influía en el gobierno del Estado a través de su marido y de sus hijos. No estaba relegada al hogar; podía salir y ser vista en público. En los festejos públicos se le daba el primer puesto. Los hombres se inclinaban ante ella. Tenía importancia en la vida nacional, y si las leyes la olvidaban, la costumbre hacía por ella más que la ley para las mujeres de otros pueblos”.

Desde que Altagracia nació, el 1° de enero de 1928, la situación de las mujeres ha experimentado algunos cambios. El proceso civilizador avanza con lentitud para nosotras, pero la costumbre hizo de ella una autoridad de afecto y sabiduría. Con una voz, que podía ser gorjeo de paloma o furia de rayo, llamaba al festín y a la cordura. Daba y pedía el respeto que demandaba su presencia de majestad. La mano que golpeaba la mesa ofrecía el pan, daba la bendición y curaba la herida. Iba de blanco al coro de la iglesia; iba también de blanco a los mítines de su partido. Era como la Úrsula Iguarán de García Márquez, como la Loxandra de María Iordanidou.

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Camila Henríquez Ureña dijo que las matronas de la República Romana desaparecieron cuando los hombres dejaron de respetarlas, cuando los césares quisieron estar por encima de su calidad moral, de su capacidad para aconsejar y de su dignidad suprema. Ahora que esta familia ha perdido a su matrona, no se me ocurre un reemplazo posible. Mientras veo la fotografía de su recordatorio sobre la mesa, colocado en el mismo trayecto de la luz matinal, pienso en la canción de Lavoe que entraba por su ventana la otra noche. Más nos vale a todos reverenciar su recuerdo. “Con los santos no se juega”.

sorayda.peguero@gmail.com

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