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Crimen sin castigo

Sorayda Peguero Isaac

20 de julio de 2018 - 10:00 p. m.

Mi papá llamaba “prima noche” a esas últimas horas de la tarde, cuando el sol se hundía tras el horizonte y, desde el patio, el aroma de la “Dama de noche” se derramaba por encima de la cerca y bajaba hasta la calle. Aquella “prima noche” fuimos juntos al colmado del señor Manuel Antonio. Ellos hablaron de cosas que no consigo recordar. Después, poco antes de marcharnos, papi me compró media docena de “bola ’e fuego”, unos chicles redondos, duros como monolitos, que al morderlos liberaban un sabor afrutado y ácido. El señor Manuel Antonio sacó los chicles de una esfera de plástico transparente y los puso sobre el mostrador de madera curtida. Yo llevaba puesto un overol texano, con bolsillos en las líneas de las caderas, en la parte trasera y la tapa frontal. Mi papá se puso de rodillas. Cuando su cara y la mía estuvieron a la misma altura, empezó a guardar un chicle en cada bolsillo del overol. Lo hizo ceremoniosamente, sin apuros, mirándome, como si fuera capaz de reconocer el tamaño de mi dicha. Cada vez que guardaba un chicle en uno de mis bolsillos, yo sentía que recibía una condecoración que nadie más podía ver. Era nuestro secreto.

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Dicen que el primer gran amor de una niña es su padre. Carl Jung lo llamó Complejo de Electra. El psicólogo suizo decía que, en algún momento de la infancia, todas las niñas se enamoran del padre. También decía que este enamoramiento podía ser la causa de confrontaciones con la madre. Mi mamá lo asumió con paciencia y humildad. Lo que no soportaba era la carga de tragedia griega que yo le ponía a mis sentimientos: “Si tú te mueres, que me entierren contigo”, le decía a mi papá. Y empezaba a dar las indicaciones pertinentes para nuestro entierro: la camisa que llevaría él, el vestido que debían ponerme a mí, el modo en que debían peinarme, el color de las medias, los zapatos. “Los muertos no se entierran con zapatos, mija”, decía mi papá soltando una carcajada. Mi mamá, después de convocar a Dios para que nos librara de tan horrible presagio, regañaba a mi papá “por inconsciente y apoyador”.

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Si todo va bien, el enamoramiento se acaba. El mío se convirtió en un amor demasiado exigente: con los horarios de llegada, los permisos de salida, las notas escolares, la factura del teléfono, los amigos “sospechosos”. El instinto protector de un padre machista es todo lo que una chica necesita para saber que una relación así no tendrá un futuro sereno. La lista de nuestras rupturas y reconciliaciones es tan larga como nuestra historia. Aunque acabé descartando la idea de que nos entierren juntos, sé que lo nuestro no terminará con la muerte.

Como todas las señoritas inadaptadas, opté por el parricidio. Matar al padre sirve para crecer —lo de madurar sigue en trámite—, para dejar de andar con los zapatitos de charol y hebilla. Sirve para desmitificar a papi, para despojarlo de su capa y verlo como un mortal que también se equivoca. Sirve para rebelarse contra las normas que debes aceptar porque sí, “porque es lo mejor para ti” y “porque lo digo yo”. Empiezas clavando una estaca en su pecho y, con el tiempo, descubres que la dimensión de las palabras nunca dichas es infinita. Entre batalla y batalla aprendes a descifrar el mensaje oculto tras cada intransigencia: “te quiero tanto que a veces no sé cómo quererte”.

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sorayda.peguero@gmail.com

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