Veinticuatro horas. Era todo lo que Ernest Hemingway necesitaba para hilvanar el rescate de una librera en apuros.
Cuando Sylvia Beach le contó que los ejemplares de Ulises que enviaba a Estados Unidos eran confiscados en el puerto de Nueva York, Hemingway le dijo: “Dame veinticuatro horas”, y salió de Shakespeare and Company cavilando un ingenioso plan. Hemingway era uno de los incondicionales de la señorita Beach en París. Decía que nadie le había ofrecido más bondad que la librera. En su libro París era una fiesta escribió: “La primera vez que entré en la librería estaba muy intimidado y no llevaba encima bastante dinero para suscribirme a la biblioteca circulante. Ella me dijo que ya le daría el depósito cualquier día en que me fuera cómodo y me extendió una tarjeta de suscriptor y me dijo que podía llevarme los libros que quisiera”.
El autor de El viejo y el mar visitaba Shakespeare and Company todas las mañanas. Algunas veces iba acompañado. Por voluntad de la señora Hemingway, su marido y su hijo debían buscar refugio cuando ella se disponía a limpiar la casa. Con frecuencia se veía a aquel grandullón con cara de chico malo sentado en una esquina de la librería, leyendo periódicos y revistas mientras el pequeño Bumby balbuceaba sobre sus piernas.
La novela de James Joyce se estaba convirtiendo en un auténtico fenómeno de ventas. Tanto Joyce como su editora trabajaban hasta el anochecer preparando paquetes de libros que luego llevaban a la oficina de correos. Habían conseguido burlar los controles de la censura inglesa e irlandesa. Pero el caso de Estados Unidos era distinto: sus normas seguían siendo un muro infranqueable.
Veinticuatro horas después, Hemingway estaba de vuelta en la librería. Su solución tenía nombre: Bernard B., un amigo suyo que vivía en Chicago. Este era el plan: Ulises no estaba prohibido en Canadá. Si la señorita Beach aceptaba cubrir los gastos, Bernard B. podía alquilar un estudio en Toronto. La librera le enviaba lotes de Ulises a su nueva dirección. Bernard B. se las arreglaba para introducir los libros en Estados Unidos a través de la frontera con Canadá, y los suscriptores norteamericanos que esperaban ansiosos su copia de Ulises podrían recibirla en la comodidad de sus hogares por cortesía de American Express. La señorita Beach dio su consentimiento de inmediato y, como no había tiempo que perder, el contrabando literario se puso en marcha.
La criatura de Joyce pesaba un 1 kilo 550gr. A Bernard B. —o san Bernardo, como empezó a llamarlo Hemingway— no le quedó más remedio que transportar los libros de uno en uno. Todos los días subía a bordo del ferry con un Ulises escondido debajo de los pantalones. Justificaba sus idas y venidas diciendo que cruzaba la frontera para vender sus dibujos. Bernard B. transpiraba gotas de pánico en cada viaje. Eran los días de la ley seca. En cualquier momento podía ser llamado a revisión por las autoridades portuarias. Cuando uno de sus amigos se ofreció a colaborar con la causa, Bernard B. se sintió aliviado. Por fin tendría un compañero de viajes y angustias que, como él, jamás se olvidaría del tal James Joyce.
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