Eran palabras escritas en portugués. Estaban en un recorte de periódico amarillento que se exhibe en una pared de la Fundación José Saramago. Podía leer algunas líneas, pero cada tanto tropezaba con un término que interrumpía mi atrevimiento. Tú preguntaste que desde cuándo yo sabía portugués. “No lo sé —te dije—, lo intuyo”.
“Tienes 90 años. Estás vieja, estás adolorida. Me dices que fuiste la muchacha más hermosa de tu tiempo, y yo lo creo. No sabes leer. Tienes las manos gruesas y deformadas, los pies como acortezados. Cargaste en la cabeza toneladas de leña y de haces, albuferas de agua. Viste nacer el sol todos los días. Con el pan que has amasado podría hacerse un banquete universal”.
Yo te dije que Saramago estaba describiendo a su abuela. “Pero, ¿tú desde cuándo sabes portugués?”. Tuve que decírtelo una vez más: “no lo sé, lo intuyo”.
“No sabes nada del mundo. No entiendes de política, ni de economía, ni de literatura, ni de filosofía, ni de religión. Heredaste cientos de palabras prácticas, un vocabulario elemental. Con eso viviste y vas viviendo”.
¿Lo ves? Saramago está describiendo a su abuela. Pensaba en ella mientras escribía y yo, leyéndolo como puedo, reconozco en sus palabras a la madre de mi madre. Ellas no sabían nada del mundo: lo intuían.
De la Rua dos Bacalhoeiros, la calle en la que está la fundación, fuimos caminando a un restaurante africano de la Rua Arco das Portas do Mar. Cenamos y estuvimos escuchando fados hasta la medianoche. De regreso al hotel, volvimos sobre nuestros pasos. De nuevo en la Rua dos Bacalhoeiros, nos detuvimos donde descansan los restos de Saramago, debajo de un olivo centenario de Azinhaga, el pueblo en el que nació. Recuerdo la cara que pusiste cuando te pedí que me dejaras sola con él. “Será un ratito. Mientras tanto, puedes dar una vuelta por la Praça do Comércio, acercarte a mirar cómo duerme el Tajo, despedirte de Lisboa”.
“Te tengo delante, y no entiendo. Soy de tu carne y de tu sangre, pero no entiendo. Viniste a este mundo y no te has preocupado por saber qué es el mundo. Llegas al fin de tu vida, y el mundo es aún para ti lo que era cuando naciste: una interrogación, un misterio inaccesible, algo que no forma parte de tu herencia: quinientas palabras, huerto al que en cinco minutos se da la vuelta”.
No necesitaron nada más para erigir un imperio. Gravitábamos alrededor de ese espacio vital, al cuidado de sus amorosos afanes. Y sabían de hambre y de pestes. Sus ojos vieron guerras que no comprendieron y banderas que ondearon a media asta por la partida de un prócer del que nada sabían. Ellas eran sensibles al nacimiento de los lechones y a la muerte de los becerros. Murmuraban canciones de amor mientras golpeaban las sábanas contra las piedras del río. Sellaron buenos convenios con la tierra. Aprendieron palabras para espantar los demonios y conjurar la lluvia. Descifraron el alfabeto del viento.
Yo también acariciaba el rostro arrugado de mi abuela, me gustaba seguir el arco perfecto de sus cejas con la yema de los dedos. Yo también la contemplaba en silencio y pensaba en las cosas que le eran ajenas, que al final de su vida ya no conocería. También pude ver en su mirada que era inteligente. Y sentí vergüenza por pensar en todo lo que creía que podía enseñarle. Qué pretenciosa fui. Ellas sabían de aquello que no es expresable con palabras: lo que no necesita ser demostrado.
Le arranqué una pequeña rama al olivo de Saramago. Dijiste que había necesitado mucho tiempo para incurrir en un acto vandálico insignificante. “¿Y de qué hablaron, si se puede saber?”. De cosas nuestras, de su abuela, de la mía. Él decía: “Levanto as pedras e mostro o que está por baixo. Nós somos o outro do outro*”.
* “Levanto las piedras y muestro lo que está debajo. Somos el otro del otro”.