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Delito y pecado

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Sorayda Peguero Isaac
18 de febrero de 2023 - 02:05 a. m.
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Mientras el Vaticano se preparaba para la celebración del Sínodo Ordinario de Obispos, un sacerdote polaco entraba en un restaurante de Roma para hablar con la prensa de algo que al papa no le iba a gustar ni un chin. Krzysztof Charamsa llegó vestido con su traje eclesiástico y acompañado de su novio. “Quiero que la Iglesia y mi comunidad sepan quién soy: un cura homosexual, feliz y orgulloso de su identidad”.

El sacerdote Charamsa, secretario adjunto de la Comisión Teológica Internacional, profesor en las facultades de Teología de dos universidades de Roma y oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe —una de las congregaciones más elitistas y poderosas del Vaticano—, fue apartado de sus funciones sin derecho a réplica. Cuando leí en un periódico que se había mudado a Barcelona, me puse en contacto con él y le propuse que nos encontráramos en el café de una librería. Recuerdo que esa tarde la sensación térmica en la ciudad era de unos 40 °C, que nos sentamos en la terraza para evitar el ruido del interior y que Charamsa pidió una cerveza usando un español con un marcado acento italiano. Hicimos algunos comentarios sobre su expulsión. Le pregunté:

—¿De qué lo acusan?

—De ser gay y de decirlo públicamente. Podría continuar en el clero siendo gay, pero en silencio y encerrado en una prisión interior toda mi vida. No podría, jamás, decir a los demás quién soy. Y aquí no importa si tengo pareja o no, porque muchos de mis colegas tienen pareja y siguen adelante. La razón oficial de mi despido es el problema con el celibato. Yo no lo acepto.

Eso de que “muchos de mis colegas tienen pareja y siguen adelante” me interesó especialmente. ¿Quería decir que si todos los curas homosexuales hicieran pública su orientación sexual nos sorprenderíamos?

—Sí. El clero está lleno de homosexuales.

Charamsa confirmó mi vieja sospecha de que el celibato ha sido un refugio para hombres que pretenden mantener su homosexualidad en secreto. Él mismo dice que ese secretismo lo llevó a vivir en una especie de esquizofrenia. Dentro y fuera de su cabeza escuchaba voces que le decían que era un pecador y un pervertido. Si se atrevía a decir que era homosexual, me comentó que hubiera tenido que someterse a unas terapias de conversión condenadas por las leyes y la comunidad científica, pero que la Iglesia sigue poniendo en práctica para llevar al redil a sus ovejas descarriadas.

—Primero tuve que salir del armario de mí mismo. Me di cuenta de que no podía más. No podía continuar en silencio siendo cura. Porque cada cura católico que no lucha, que no denuncia las falsedades de la doctrina católica sobre la homosexualidad, colabora con esta doctrina. Una doctrina inmoral, inhumana y antievangélica.

Hay dos palabras que Charamsa repitió varias veces durante nuestra conversación: “Mi Iglesia”. Lo hacía con una mezcla de afecto y pesar. Su expulsión era irrevocable. Su Iglesia no volvería a aceptarlo como sacerdote, porque ¿qué pasaría si la Iglesia católica admitiera el comportamiento de un pecador en el clero? No puedo ni imaginar semejante cataclismo. El papa Francisco señaló el otro día la necesidad de saber diferenciar entre delito y pecado. “Ser homosexual no es un delito —dijo—, pero sí es pecado”.

Aproveché la ocasión para preguntarle a Charamsa por Józef Wesolowski, el arzobispo pederasta que huyó de la República Dominicana antes de que una investigación periodística dejara su conducta en evidencia. Me contó que tuvo un entierro de 10 días que empezó en el Vaticano y terminó en su natal Polonia, que durante el funeral se leyó una carta en la que Wesolowski decía que en mi país lo habían difamado —incluso después de muerto, el abusador de niños tuvo derecho a réplica—. Me contó que “fue enterrado con todos los honores, con su anillo, con toda su dignidad, como si fuera un santo”. Repetí después de él: como si fuera un santo, como si fuera un santo… Y sostuve por un segundo la mirada diáfana del pecador que tenía delante.

sorayda.peguero@gmail.com

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