Despedida de soltero

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Sorayda Peguero Isaac
13 de mayo de 2018 - 08:13 p. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Llegaron a la ciudad y se instalaron en un hotel de lujo. Eran cinco jóvenes menores de 35 años. Uno de ellos iba a casarse dentro de una semana. El viaje era por un acontecimiento que sus amigos convinieron que debían celebrar a lo grande. Una despedida de soltero para no olvidar. Con limusina incluida. Una Hummer blanca que pasaría a recogerlos por el hotel después de la medianoche.

Ella salió del trabajo a la hora de costumbre. Era una de esas caprichosas noches de primavera en la que se lamentaba por no haber llevado consigo la chaqueta de cuero marrón. A primeras horas de la tarde no hacía calor, tampoco hacía frío. Ahora el cielo se estaba nublando. Era reconfortante el abrigo que sentía en la espalda. Aunque a veces se quejaba de todo el peso que cargaba en su vieja mochila. Tenía las manos heladas. Por eso se acordó de lo que decía su abuela: “Manos frías, corazón caliente”. Acaso no era lo normal, aunque una no tuviera unos buenos guantes de lana, ¿qué se puede esperar de un corazón que está vivo?

El primero que la vio fue el pelirrojo que tenía la cara salpicada de pecas. Él le dio la voz de alerta a los demás: “Mirad qué buena está esa tía”. Empezaron a decirle cosas con unas modulaciones de voz que los hacía parecer estúpidos. Palabras sucias. Reían como si algo que solo ellos podían entender les hiciera mucha gracia. A ella le pareció raro escuchar tantas voces distintas. “¿Qué carajos es esto, un maratón?”. Apresuró el paso. Miró a los lados. Todas las tiendas estaban cerradas. La táctica de entrar a comprar algo no era una posibilidad.

Cada uno de ellos es el hijo de alguien, el hermano de alguien, el nietecito querido de “la yaya”. Cada uno con sus trajes de diseño, su colección de polos Lacoste de colores pasteles y sus carísimas gafas de montura intercambiable. Cada uno, el rey de su casa, la promesa de que las cosas seguirían marchando como tiene que ser, como Dios manda.

Cuando están juntos, algo ocurre. Es como si estuvieran por encima del bien y del mal. Dejan de ser el inofensivo grupito de amigos de la infancia, que iba a las fiestas de cumpleaños, a los partidos de fútbol, a los bautizos y celebraciones de primera comunión. Algo se descompuso en el camino. Algo se les fue de las manos una vez y más veces. Ahora no hay quien los pare. Cuando están juntos son una manada invencible.

“Bendita sea mi suerte”, pensó ella soltando un suspiro. Había un colmado abierto. Era un colmado pakistaní que como todos los de su clase no se ajustaba a la normativa que controla el horario de los establecimientos comerciales. Podía entrar y perderse en el pasillo de las cremas. Era una buena excusa. Su loción hidratante se estaba agotando. Podía distraer sus pensamientos, fingir que no estaba huyendo como una paranoica y, quién sabe, quizás salvar su pellejo de una bacanal en la que ella podía acabar muy mal parada.

Fue Mark Twain quien dijo que “los actos y las palabras de una persona son sólo una ínfima parte de su vida. Su vida verdadera se da en su cabeza y ni siquiera esa persona la conoce. Todos los días, durante todo el día, el molino de su mente muele y tritura esa masa que bulle sin descanso mientras duerme”. Esos cinco chicos no debían ser siempre así. En su ciudad, en las reuniones familiares, cuando las orgullosas miradas de las mujeres de su familia seguían cada uno de sus movimientos, debían ser elegantes señoritos. Seguro. En cualquier caso, ella no lo sabía. Ni quería saberlo. Tenía miedo.

sorayda.peguero@gmail.com

Conoce más

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.