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Dos extraños

Sorayda Peguero Isaac
29 de octubre de 2022 - 05:30 a. m.

Lo peor de tener el sueño ligero es que te despierta hasta el zumbido de una mosca. Pero esta vez no se trataba de un sonido discreto. A eso de las dos de la mañana, un traqueteo metálico me sacó de la cama pensando en escaleras y ladrones. Al deslizar la ventana de la galería vi a un joven cerrando la puerta de una furgoneta. La Luna tenía la exuberancia de una mujer encinta. En la entrada del edificio, el vecino del apartamento de abajo se quedó mirando la furgoneta hasta que giró en la curva de la calle. Entonces pude leer el rótulo de los servicios funerarios. El vecino seguía en el portal, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho como las alas rotas de un pájaro accidentado.

Empecé a imaginarlo en un cuadro de Hopper, sentado al borde de su cama, con los hombros oprimidos por el yugo de su recién inaugurada soledad. Rodeado de cosas que en las próximas horas le hablarían de ella. Recordando a todas las que fue, acompañando a los que él había sido.

Unos días más tarde coincidimos en la salida del bloque. Él me llevaba unos pasos de ventaja. Yo iba cargada con dos bolsas y el maletín. Me acerqué para ofrecerle mis condolencias. Siempre dudo de poder encontrar las palabras adecuadas. Miento. No dudo: sé que nunca encontraré las palabras adecuadas.

Lo dijo con el tono huidizo de una confesión: “A veces le hablo como si no se hubiera ido”. Hace años que intercambiamos saludos y comentarios banales. “Qué frío hace hoy”. “Anunciaron que mañana va a llover”. “Si aquí nos estamos quemando, ¡imagínate en Andalucía!”. El sentido de vecindad se limita a consideraciones de ese tipo, a los asuntos prácticos que afectan la convivencia de los propietarios y a una cortesía que, de tanto repetirse, parece falsa. Como el falso hermetismo de las paredes que no nos aíslan de los llantos y la música, de las carcajadas y las discusiones, de los gemidos y otros sonidos que revelan ecos de nuestra intimidad.

“Llevábamos 50 años juntos, que se dice pronto, pero 50 años son 50 años”. Me habló de su infancia en Huelva, del padre que murió cuando él acababa de nacer, de su inocente ambición de ser cura para leer grandes obras y viajar, de su fracaso en el seminario, de la madre que un día masticó hierba como un animal para no desfallecer de dolor. Me habló de lo que hace que a un hombre le duela la vida y de algunas cosas que lo hacen amarla.

Su rostro empezó a configurarse como el de alguien que abandona una escena redundante para adquirir una nueva forma ante mi mirada. Era un hombre con ganas de contar su historia. ¿Para qué sirven las historias si no es para tender un vínculo de espontánea familiaridad entre dos extraños?

“Te estoy agobiando con tanta cháchara, ¿verdad? Seguro que tienes que irte”. Yo había dejado las dos bolsas en el suelo. Él apoyaba la espalda en una pared del edificio. Al despedirnos quiso saber cómo me llamo. “Tienes nombre de princesa mora”, dijo. No le pregunté el suyo. Durante mucho tiempo lo escuché en la voz de su esposa. Ella solía llamarlo desde la acera cuando olvidaba las llaves en casa.

sorayda.peguero@gmail.com

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