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El aprendiz

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Sorayda Peguero Isaac
27 de diciembre de 2020 - 03:00 a. m.
El aprendiz
Foto: José Alberto Martínez
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—¿Es usted Gene Sedric?

—Eso dicen. Y tú, ¿quién eres?

—¿Estoy hablando con Gene Sedric, el clarinetista? ¿Gene Sedric, en persona?

—Muchacho: me acabas de llamar por teléfono. ¿Quién esperabas que fuera, Santa Claus?

—De ninguna manera, señor Sedric. En este momento estoy a punto de considerar la existencia de Dios, que es una figura de mayor rango, pero no dejaré que ese pensamiento distraiga mis neuronas. ¿Tiene unos minutos?

—Estoy escuchando.

—Lo he visto con la banda de Conrad Janis. De hecho, no he faltado a sus presentaciones ni un solo día. Procuro sentarme lo más cerca posible del escenario para poder verlo. Y cuando lo escucho tocar... Sabe, señor Sedric, yo… He estado pensando…

—Muchacho, ¿crees que tengo todo el día?

—Ayúdeme a tocar el clarinete.

(Silencio)

—¿Señor Sedric? ¿Sigue ahí?

—¿Dónde vives?

—Vivo en Flatbush. Pero iré donde usted me diga, señor Sedric. A la hora que quiera, donde quiera. Dígame qué tengo que hacer.

—Los viernes por la tarde. Dos dólares por lección.

Woody Allen no tenía vergüenza. No podía albergar ese sentimiento si quería convertirse en un músico de jazz afroamericano. Era lo que más quería: ser como esos tipos de Nueva Orleans que lo obsesionaban y lo enfrentaban con sus limitaciones. ¿Cómo podía aproximarse a ese estilo? Sidney Bechet, Jimmie Noone, Louis Armstrong, Jelly Roll Morton, Gene Sedric, Johnny Dodds y George Lewis poseían un talento primitivo, de pureza inalterable. Esos tipos lo arrastraron por la noche de todos los tiempos. Cuando estuvo de vuelta en su barrio de Nueva York, era un joven judío transformado, un reptil que se asomaba por una humeante alcantarilla con una piel nueva: “Sentí que por fin me había encontrado a mí mismo. Aquello proporcionaba un placer tan intenso que decidí dedicar mi vida al jazz”.

El muchacho quería asegurarse una porción de ese intenso placer. Tomaría clases con Sedric hasta que la muerte los separara. Tenía un clarinete y un saxo soprano. Había comprado discos de todos sus ídolos, libros de jazz y un tocadiscos que lo aislaba del mundanal ruido de la ciudad. Después, ya convertido en un popular cineasta, aprovecharía las pausas en los rodajes, las madrugadas insomnes en las habitaciones de los hoteles, debajo de las sábanas —a riesgo de que los demás huéspedes exigieran la expulsión inmediata de “ese maldito clarinetista”—, las vacaciones en la costa y el silencio de las iglesias. Woody Allen se acogió al credo de los aficionados: practicar, practicar y practicar.

Sus amigos, esa pandilla de amantes del jazz que se reunía una vez por semana para tocar en sus casas, querían actuar ante un público pequeño. A pesar de su falta de vergüenza, Woody Allen seguía siendo un tímido innato. Finalmente aceptaría. Él y sus colegas tocaron en locales de poco prestigio de Nueva York. Con los años llegarían las presentaciones en el café del Hotel Carlyle de Manhattan, en bares y calles de Nueva Orleans, en el festival Jazz & Heritage, en teatros europeos. Cualquiera diría que el aprendiz del viejo Sedric acabó saliéndose con la suya.

Pero Woody Allen lo sabe. Sabe que nunca tocará como los tipos de la noche de todos los tiempos: “Era un zopenco totalmente inocente, no comprendía que carecía de ese genio y que, a pesar de todo el entusiasmo y el amor que sentía por esa música, estaba destinado a no ser más que un músico insignificante y mediocre al que se escucharía y se toleraría gracias a su carrera cinematográfica, no por nada que tuviera algún mínimo valor para el jazz”. Ese genio del que habla Woody Allen es un regalo de los dioses. Me pregunto cómo lo hacen. ¿Señalando a sus elegidos caprichosamente con un dedo? Es el conocimiento que los antiguos griegos llamaban gnosis. Nada de ciencia, mucho de sentimiento y casi todo de intuición. No quiero decir que los mortales que no fuimos señalados por los divinos para ejecutar una actividad con gran maestría tenemos que rendirnos ante las evidencias y conformarnos con patalear en el charquito de nuestras frustraciones. Seremos bien recibidos en la hermandad de los amateurs. Amateur es una hermosa palabra. ¿No creen? Vocablo francés que viene del latín amator: el que ama. Los que aman con real devoción jamás traicionan su credo: practicar, practicar y practicar.

sorayda.peguero@gmail.com

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ENRIQUE(67691)28 de diciembre de 2020 - 02:46 a. m.
Que agradable leer esto hoy domingo a las 9:45 pm,en mi hamaca.Mil gracias Sorayda
Rocio(21165)27 de diciembre de 2020 - 10:33 p. m.
Practicar y practicar es una gran actitud para acercarse al objetivo. Y siempre será una alegría. Woody Allen aporta El hacerlo, independiente del resultado.
Alberto(3788)27 de diciembre de 2020 - 10:20 p. m.
Otra hermosa página de Sorayda Peguero, Gracias.
Judith(76151)27 de diciembre de 2020 - 04:21 p. m.
Muy bueno y bonito. Gracias.
Atenas(06773)27 de diciembre de 2020 - 03:11 p. m.
Un muy interesante texto, q' refiere lo propio de sociedades donde se cocinan opciones. Y, a mi juicio, es maravilloso el término 'conocimiento' y su profundo trasfondo o significado en un contexto más universal y atávico q' se lo hube escuchado tiempo atrás a un amigo judio. Toda una secuencia de lo q' se trasmite o lega.
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