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El hechizo de Zora Neale

Sorayda Peguero Isaac

01 de marzo de 2025 - 12:05 a. m.

Su papá decía que los blancos la colgarían de un árbol antes de que cumpliera la mayoría de edad. La niña no tenía complejos: “Siempre hay alguien recordándome que soy nieta de esclavos. Esto no logra suscitar depresión dentro de mí. (…) La terrible lucha que me llevó de ser una potencial esclava a ser estadounidense dijo: ¡En sus marcas! La reconstrucción dijo: ¡Listos! Y la generación anterior dijo: ¡Fuera!”.

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Zora Neale Hurston fue antropóloga, folklorista y una de las escritoras negras más importantes de la primera mitad del siglo XX. Una vez quiso saber cómo era la vida de los esclavos libertos en las Antillas. Dejó muy claro que no pensaba abandonar el Caribe sin antes probar el cerdo al estilo jamaicano, el jerked pig. Los cimarrones le dijeron que ellos no criaban cerdos, sino que cazaban jabalíes. Para lanzarse a la caza del animal era preciso organizar un grupo de hombres y reunir una jauría de perros. Necesitaban lanzas recién afiladas, armas de fuego, utensilios de cocina y provisiones para varios días. Los jabalíes habitaban terrenos de difícil acceso, son animales astutos y esquivos, capaces de oler el peligro a varios metros de distancia. Aunque las mujeres del pueblo no participaban en la persecución, Zora Neale estaba decidida. Preparó un hatillo con algunos objetos de cuidado personal, una libreta de apuntes y su cámara Kodak. Así lo cuenta en Dile a mi caballo, el libro que recoge buena parte de sus aventuras caribeñas.

Los personajes creados por Zora Neale hablaban con los acentos de las comunidades negras del Caribe y Estados Unidos. Algunos de sus colegas publicaron críticas al respecto. Decían que su prosa era inferior y denigrante. Que la infancia de Zora Neale transcurriera en Eatonville (Florida), la primera comunidad negra que se integró al Gobierno federal de Estados Unidos y que, además, estaba gobernada por afroamericanos, tenía que ver con una falta de prejuicios que podía parecer insólita. Antes de salir de su pueblo, Zora Neale no tuvo consciencia de su negritud ni de las implicaciones que tendría el color de su piel en las sociedades citadinas. Imagínenla al poco tiempo de llegar al norte, viendo su reflejo en la vitrina de una tienda, ajustando las solapas de su abrigo con una mano y, con la otra, acomodándose el sombrero de ala ancha: “A veces siento que me discriminan, pero no me molesta, simplemente me sorprende. ¿Cómo puede alguien negarse a sí mismo el placer de mi compañía? Es algo que no comprendo”.

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Al escuchar sus piezas favoritas de jazz, Zora Neale sentía que su cuerpo vibraba como un tambor de guerra. Se convertía en una criatura salvaje que corría por la selva poseída por un impulso depredador. Nadie podía describir esa sensación mejor que ella misma. No solo porque se trataba de una experiencia íntima, sino por la peculiaridad y la belleza con la que solía expresar sus emociones más profundas: “Quiero sacrificar algo, provocarle dolor, darle muerte, ¿a qué?, no lo sé”. La música dejaba de sonar, y ella regresaba de su trance arrastrándose sobre el asfalto con la sangre todavía caliente.

En 1973, la escritora Alice Walker –autora de El color púrpura– leyó la obra más célebre de Zora Neale, Sus ojos miraban a Dios. Walker pensó que había leído uno de los libros más importantes de su vida. Las escritoras Toni Morrison, Edwidge Danticat y Zadie Smith expresaron opiniones similares. Fue tal el entusiasmo de Walker, que se dedicó a buscar cualquier rastro que Zora Neale hubiera dejado en el mundo. Para obtener información sobre ella, viajó a Florida y se presentó como la sobrina perdida de la escritora. Le dijeron que había fallecido a causa de un derrame cerebral, en la más absoluta pobreza. Sus restos reposaban en una tumba sin nombre. El historiador Henry Louis Gates Jr. se preguntaba: “¿Cómo puede la beneficiaria de dos Guggenheim y autora de cuatro novelas, una docena de cuentos, dos musicales, dos libros sobre la mitología negra, docenas de ensayos y una autobiografía premiada, desaparecer para sus lectores durante tres décadas completas?”. Sus libros no se imprimían desde 1950. Alice Walker se propuso reeditar su obra, le compró flores y una lápida en la que se lee el epitafio: “Zora Neale Hurston. Un genio del sur”.

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sorayda.peguero@gmail.com

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