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Mi incursión en el tráfico de influencias empezó en la escuela primaria. Iba a la oficina de dirección y pedía la llave del baño que era exclusivo para las profesoras. En el umbral de la puerta, mi grupito de amigas esperaba impaciente. Por ser hija de la profesora de Primero A, conseguía que me dieran acceso al único baño de la escuela que olía a Mistolín de lavanda y no a orina.
Nos retocábamos el brillo de labios y compartíamos confesiones mientras fumábamos cigarros imaginarios que hacíamos con capullos de cayena. Lucía se paró delante del espejo para estirar su camisa por debajo de los pantis, una práctica que habíamos incluido en nuestra rutina de arreglo personal. Sin ocultar mi sorpresa, le pregunte qué era eso que llevaba puesto. Tenía una pieza de encaje en la parte delantera y un diminuto bouquet de flores bordado en el centro de la pretina. Parecía estar asfixiándose dentro de esa cosa. A pesar de la pieza de encaje y del pequeño bouquet, la prenda carecía de toda gracia. Lucía dijo que había ido con su mamá a Sederías California para comprar media docena de fajas moldeadoras. Un método correctivo con el que esperaban enmendar la mala suerte que le tocó por ser la hija de su padre y, para mayor infortunio, la nieta de su abuela. “Mami dice que salí mal tallá”.
Esa expresión, “mal tallá”, me hizo recordar la descripción de un sueño que empieza con un suave acorde de guitarra. Preso de un arrebato, el hombre de la historia siente la necesidad de interrumpir su duermevela para dejar un testimonio de lo que vieron sus ojos dormidos. “Tu cuerpo parece que ha sido tallado / por un escultor que ha tomado modelo / de lo más perfecto que Dios ha creado”.
Me pregunto qué habrá sido de Lucía. Apareció en mi cabeza la otra noche, cuando hablaba con Piedad Bonnett sobre un libro suyo que yo no había leído. Hasta el día del descubrimiento de la faja moldeadora, pensé que ante los ojos de nuestras madres todas éramos bellas y buenas. Me faltaban años y vida para considerar que el amor puede ser imperfecto.
“Mi madre se asustó al verme. Yo era la primogénita y ella había estado esperando un niño rosado, de ojos almibarados como los suyos y una cabeza perfecta, redonda y calva. (…) Lo que expulsó, en cambio, después de 24 amargas horas de dolores y pujos, fue un ser repulsivo, de cabeza oblonga, que venía envuelto, casi como un presagio atroz, en una sustancia llamada meconio”.
En El prestigio de la belleza, Piedad Bonnett ajusta sus cuentas con el pasado. Las primeras páginas del libro convocaron una herida que ha tardado años en reaparecer. Aquel día, en el baño de las profesoras, mis amigas y yo no cuestionamos si la mamá de Lucía tenía razón o si por el contrario la había perdido. Pensábamos que si la belleza es perfecta, una franca promesa de amor y felicidad, Lucía debía someterse a la obediencia y aprender a respirar con esas horribles fajas. Porque las madres, como Dios, no se equivocan. Porque todo el mundo dice que no existe amor más grande que el que ellas nos profesan.
“Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas”.
¿Cómo puede esa noción de belleza, reflejada en los primeros ojos que nos miran, impactar en nuestra propia mirada? ¿Acaso es una marca que podría perdurar toda la vida? Lo pienso dos veces antes de escribir un mensaje para preguntárselo a Piedad. En pocos minutos recibo su respuesta.
“Sí, nos puede marcar para siempre”.
sorayda.peguero@gmail.com
