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Enero de 2018. Aeropuerto de El Prat, Barcelona.
—¿De dónde viene usted?
—De Santo Domingo.
—Sígame. Vamos a pasar las maletas por el escáner. ¿Trae alguna sustancia?
—¿Sustancia?
—Sí, algo que debamos tener en cuenta antes de abrir el equipaje.
—¿También lo van a abrir?
(Es la primera vez que me pasa. Pero he visto cómo funciona. El policía se pone unos guantes, le pide al pasajero que abra las maletas y empieza a sacar corotos como si estuviera escarbando en la caseta de un mercado de pulgas).
—¿Tiene algún inconveniente?
(¿Después de 10 horas de vuelo y cuatro de espera, sin dormir?)
—Qué va. Ningún problema.
—En esta maleta trae usted muchos cuadernos.
—No traigo cuadernos.
—Eso me pareció ver en el monitor.
—No son cuadernos.
—¿Entonces?
—14 kilos de literatura latinoamericana.
—¿Alguna hierba o algo parecido?
—Sí.
Después de varios años viajando entre dos continentes, he asumido que de vez en cuando mi origen puede despertar sospechas. El poeta Frank Báez dice que es un hecho constatado.
“En el aeropuerto pasa una cosa fea, sobre todo cuando viajas a Estados Unidos. Tú llegas al mostrador para el chequeo, saludas a las asistentes de vuelo: «Buenos días, ¿cómo están?». Hasta ahí, todo bien. Te sonríen, te responden el saludo. Pero cuando ven que tu pasaporte es dominicano, ¡ay, muchacha! Es como si dijeran: «No joda ete tiguere». Bajas de nivel inmediatamente”.
Por alguna razón, mi olfato se niega a reconocer el orégano que hay en España. Empecé a llevarlo en cada uno de mis viajes para satisfacer mi nostalgia gustativa. Mami se puso seria y me advirtió: “Tú estás buscando que te interroguen en el cuartico”. Para ella es elemental que tenga en cuenta el grado de vigilancia que se nos asigna en la jerarquía de los viajeros. Que me aparten de la fila para interrogarme podría ser bochornoso. Posibilidad que presenta ante mí una disyuntiva de difícil solución: el orégano o la honra.
Algunas presunciones externas afectan el modo en que nos comportamos en determinados contextos. Mi amigo Frank está convencido de que en su último viaje lo trataron mejor porque se peinó los rizos y se puso una chaqueta. Alguien que me aprecia sugirió que no debo trenzarme el pelo cuando voy a viajar. En mayor o menor medida, todos participamos en ese teatro ilusionista que representa el dominio de unas sociedades sobre otras. Esas dinámicas de poder en las que se decide: estos sí, estos no. Estos son ciudadanos de primera, estos son de tercera categoría.
Como migrante puedo entender la utilidad de un pasaporte de “nivel superior”. Pero hay un detalle que ningún documento con cinco estrellas puede cambiar: el origen. Ni siquiera Barack Obama se libró de las teorías que ponían en tela de juicio la autenticidad de su nacionalidad estadounidense. Y solo por ser el hijo de su padre. Nuestro origen es un designio del azar que puede ponernos bajo sospecha, presionarnos a actuar con recelo y determinar si seremos tratados con dignidad.
Que si llevaba alguna sustancia. ¿Qué clase de pregunta es esa? Por supuesto que en mi maleta tenía varios tipos de sustancias: aromáticas, espirituosas, saborizantes y, naturalmente, orégano. Por fortuna, no había cuadernos que quisieran revisar. A Frank le pasó en Puerto Rico. Un policía de migración requisó el cuaderno de notas que llevaba en su equipaje de mano. Estuvo leyendo sus apuntes y considerando los riesgos para la seguridad nacional. Le preguntó a Frank si en sus textos había códigos encriptados, como en esas canciones que dizque tienen mensajes demoniacos si se escuchan al revés. Si lo pensamos con calma, ¿hay algo más peligroso que un poeta? Esa gente puede volarte la cabeza con un verso. Pueden armar una revolución, reclutar incautos para su causa y subvertir el orden establecido. Uy, qué miedo.
