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Friedrich Hölderin sufría una nostalgia infinita. A los 14 años, cuando atravesó las puertas del monasterio de Denkendorf, dejó atrás la patria de su infancia. El paraíso perdido de Hölderlin estaba a orillas del río Neckar, en Lauffen, un pequeño pueblo de su Alemania natal. Por más de diez años, el poeta vivió en un monasterio, un convento y un seminario. Aquella ruptura con sus “días de oro” fue como su primera muerte. Sintiéndose exiliado de lo mejor que había tenido en la vida, Hölderlin se volvió un hombre introvertido y melancólico. “En los días alegres de la niñez no pensabas que la patria pudiera un día estar lejos de ti. ¡Pobre corazón! Nunca la volverás a encontrar si no es en sueños”, escribió el poeta.
Para la escritora Ana María Matute, el adulto es lo que queda del niño. En una de sus novelas —Paraíso deshabitado—, la autora catalana escribió que tal vez la infancia es más larga que la vida. En una conversación con el periodista Juan Cruz, Matute reconoció que su frase podía parecer “un poquito extraña”. Le explicó sus razones: “Yo creo que la infancia, y no sólo para mí sino para la mayoría de la gente, es algo que marca para siempre. Aunque la quieras olvidar no puedes. Y todo lo que se ha vivido de niño, por lo menos las cosas más llamativas, las que más te han impresionado, eso perdura a lo largo de los años”. Matute se negaba a abandonar el bosque de su niñez, ese espacio en el que se sentía maga, el eterno refugio de la imaginación que tantas veces la salvó de los zarandeos de la vida adulta.
Federico García Lorca llegó a Nueva York el 25 de junio de 1929. Por aquellos días, Lorca sentía un gran deseo de escribir y una profunda tristeza. Tres meses después de su llegada, escribió su poema Infancia y muerte: “Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!, / comí limones estrujados, establos, periódicos marchitos. / Pero mi infancia era una rata que huía por un jardín oscurísimo, / una rata satisfecha mojada por el agua simple, / y que llevaba un anda de oro entre los dientes diminutos”. La memoria poética de Lorca estaba atada a los recuerdos de su niñez. El poeta soñaba constantemente con su infancia, con la tierra, los campesinos, los animales y aquellas canciones que tarareaba antes de aprender a hablar.
Supongo que no solo les pasa a los artistas.
A veces la emoción de toda la infancia regresa con el olor de un humeante cuenco de frijoles. A veces es como un pájaro extraviado que irrumpe en la oscuridad del salón mientras Nat King Cole canta “Aquellos ojos verdes”. A veces es un perfume de flor nocturna, un aroma a pan tibio, a muñeca nueva, a tierra mojada. A veces es un nombre, un canto de cigarra, cuatro palabras, un silbido, un pacto, un verso de José Martí, o una pregunta. A veces es esa felicidad triste que llega y desaparece como vapor de agua, que vuelve siempre para recordarnos aquel paraíso que tuvimos.
sorayda.peguero@gmail.com
