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Ese barro

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Sorayda Peguero Isaac
15 de octubre de 2022 - 05:30 a. m.
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Una no acaba de comprender por qué recuerda las cosas que recuerda. De todas las películas mexicanas que vi con mi papá cuando era niña, me quedó grabada una frase que le dicen al pregonero Dionisio Pinzón en El gallo de oro: “El que nace pa maceta no pasa del corredor”. No solo recuerdo la frase. Esa carga de pena y derrota del que nada espera de la vida me mordió el pecho con fiereza. Su significado no fue lo que me impactó. Era muy joven. No entendía de qué hablaban. Tenía que ser por otra cosa.

Era una niña que escribía. Escribía en cuadernos y hojas sueltas sin que mediara el sentido de la obligación. Escribía porque sí. Porque el cuerpo me lo pedía. Porque quería salvarme. No era capaz de parar. La gente de mi entorno, que al principio no disimuló su recelo, acabó acostumbrándose a esa excentricidad de la que no se conocía ningún precedente en la familia. Era una inclinación extraña, sí, pero a fin de cuentas inofensiva. O eso pensaba yo.

Una noche de no hace muchos años, en una cena que se celebró en mi casa materna, un hombre iracundo, joven e instruido tuvo un comportamiento reprobable en contra de una mujer. Con el paso de los días y a propósito de aquel episodio, escuché anécdotas de primas y amigas que hablaban de hombres —igual de iracundos, jóvenes e instruidos— que en ocasiones se enfrentaban a ellas con postín de “ordeno y mando”, amparándose en el derecho de ser la máxima autoridad después del padre: los machos de la casa.

Hay hábitos de los que una no se desprende por muy lejos que se vaya. Como la vieja manía de pensar con los dedos. Una tarde de ese diciembre, reconstruí la escena de lo sucedido la noche del rebú. Sin abundar en detalles que dejaran en evidencia la identidad del joven iracundo, escribí sobre su comportamiento durante la cena y sobre esa tradición de imponer dominio por el simple hecho de haber nacido varón.

Un testigo generoso, o malévolo —vaya usted a saber—, le hizo llegar el texto al implicado. Este se presentó en mi casa materna exigiendo que me retractara y que eliminara inmediatamente la publicación del periódico. La cosa era y no era de risa. Estaba siendo sometida a un consejo de guerra por escribir sobre lo que vieron mis ojos. Aquel hombre atropellaba mis palabras con una voz de rayo que me fulminaba cada vez que pretendía abrir la boca. “¡Cállate! ¡Que te calles!”. Entre grito y grito argumentaba que su inteligencia era muy superior a la mía. Los nervios me llevaron a beber una botella de litro y medio de agua en menos de cinco minutos. Afortunadamente era agua y no whisky.

La acusada tuvo una única oportunidad para decir por qué lo hizo. ¿Por qué había incurrido en semejante falta? ¿Por qué alterar el orden de las cosas? ¿Por qué condenar una actuación tan común? “Porque soy escritora”, dije. Era la primera vez que me atrevía a decirlo. No lo hice antes en privado ni en público. Hasta entonces no tuve el coraje de afirmar algo que contradecía la sentencia que el pregonero Dionisio repite con pesar al final de El gallo de oro. Sentencia que me susurraron en la cuna con otras palabras y distinto acento: “El que nace pa maceta no sale del corredor”. Había llegado el momento de dejar claro, sobre todo para mí misma, que no estoy hecha de ese barro.

sorayda.peguero@gmail.com

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