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Gabinete de curiosidades y espantos

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Sorayda Peguero Isaac
03 de agosto de 2024 - 05:05 a. m.
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Resulta que mi amiga Evi tenía una tía monja que a veces viajaba a España. Cuando regresaba de sus viajes, sor Lourdes llegaba con un lote de libros infantiles. Gracias a ella leímos las primeras historias de Mary Poppins editadas en español, ilustradas por Mary Shepard y escritas por P. L. Travers. Nuestra Mary Poppins era insoportable, pero tierna; comprensiva, pero rigurosa; exigente con el uso de los buenos modales y delicada en su manera de vestir. Solía llevar un sombrero, un paraguas de empuñadura con forma de cabeza de loro y un bolso. Con el tiempo nos dimos cuenta de que en algunas ilustraciones tenía un bolso de mano con cierre de presión y marco metálico. Mientras que en otras aparecía con uno más grande, de estampado floral y doble asa. Un bolso de viaje en el que cabía el mundo.

Mary Poppins influyó en mis primeras preferencias estéticas casi tanto como mi mamá y mis tías. Una mujer no iba a ninguna parte sin su bolso. Pero faltaban mil años para que yo pudiera ir por la vida con uno colgado del hombro o atravesado en el pecho como una banda presidencial. Fantasear con la idea de tenerlo no era la única forma de mitigar la espera. Podía permitirme el ensayo de los hábitos mujeriles empleando la observación y un poco de atrevimiento. Cada vez que mis tías venían a visitarnos, aprovechaba cualquier oportunidad para someter sus bolsos a una minuciosa inspección.

Era como deslizarse por la garganta de una ballena que guardaba en su interior una colección de objetos recolectados en cada una de sus migraciones. No me atraían las facturas de supermercado ni los potes de pastillas. En cambio, si encontraba un ungüento no identificado como los habituales Vick VapoRub o crema Ponds, me sentía interpelada por la curiosidad y abría el envase para oler el contenido.

Los peligros de esa práctica se me revelaron una tarde. Fui a dar con un potecito de vidrio marrón que no tenía etiqueta. Lo que pasó cuando conseguí quitar el tapón de corcho se resume en una secuencia de imágenes borrosas. El conocimiento quedó alejado de mí. Para sacarme de aquel estado de sirimba, me pusieron una gasa impregnada de bay-rum debajo de la nariz y, dándome palmaditas en la cara, me llamaron por mi nombre múltiples veces. ¿Qué diantres llevaba mi tía en ese pote? ¿Aceite de vitriolo? ¿Esencia de nitroglicerina? La versión oficial dio cuenta de un remedio para la congestión de las vías respiratorias. Yo podría jurar que con esa sustancia se puede dormir a un rinoceronte.

En la diana de mis intereses estaban los perfumes, el maquillaje, las libretas de notas, los bolígrafos y las postalitas de santos. Una de mis exploraciones me reveló la existencia de un artilugio absolutamente encantador. Se trataba de un cepillo de dientes que, doblado por la mitad, ocultaba por completo su utilidad higiénica. Parecía una navaja suiza. ¡Qué invento! Un día encontré un espejo de bolsillo que al abrirlo también era una cajita de música. En otra ocasión, vi un recordatorio que tenía el salmo 23 y la foto de una difunta de cuyo nombre jamás he podido olvidarme: Ave Ilia.

Mi mamá siempre usó bolsos de grandes dimensiones. Aparte de los materiales propios de su oficio –borrador, tizas, lápices, reglas de madera–, el bolso de mami contenía artículos de uso personal y un botín que se renovaba a menudo. Mami era maestra. Si encontraba a uno de sus alumnos haciendo uso de un juguete en plena clase, el juguete podía ser confiscado durante 24 horas. Si se añadía el agravante de que el juguete en cuestión era una araña o una culebra de apariencia sorprendentemente real, el embargo podía extenderse por un periodo comprendido entre 48 y 72 horas. Eso explica que su bolso fuera un emocionante gabinete de curiosidades y espantos.

Estuve interrogando a mis amigas sobre este tema. Me sorprende saber que ninguna –según dicen– sintió un impulso de placer clandestino que la llevara a rebuscar en un bolso. ¿Entonces, el título de este texto debería ser “confesiones de una delincuente precoz”? La curiosidad de los niños, voraz y legendaria como la de los gatos, rara vez se reprime ante las dulces promesas del asombro. ¿Quién no ha querido ser como el mago que introduce la mano en el sombrero?

sorayda.peguero@gmail.com

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Sara(d89ha)05 de agosto de 2024 - 04:21 p. m.
El que la tía y la mamá hubiesen ignorado esas requisas y/o apropiaciones "indebidas", demuestra un vínculo de amor, una niña feliz- Mi nieta incluye mi celular y cuando le pregunto el porqué me responde, yo pensé que era para mí abuelita,lo siento ya lo usé, me lo comí, se me rompíó, aquí está tu celu. Esto no lo hacen los niños si no se sienten falcultados, si son niños temerosos, con muchas restricciones. No tener confianza en los mayores, anular curiosidad por saber, nos hace vulnerables.
Gustavo(k19hc)04 de agosto de 2024 - 04:24 p. m.
Tu texto es una preciosidad, como suele pasar con tus columnas, me has alegrado la mañana. Gracias Sorayda.
Roberto(68055)04 de agosto de 2024 - 09:12 a. m.
De tu sombrero sale un texto centelleante...
Jose(65090)04 de agosto de 2024 - 12:40 a. m.
Encantador y sublime tu escrito. Gracias Sorayda.....la curiosidad es fascinante.
Maribel(27840)04 de agosto de 2024 - 12:29 a. m.
Yo también tenía esa curiosidad y mi mamá también era maestra...pero el bolso que más me gustó era el de mi abuela ...por ese olor a nostalgia.
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