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Hablando de perder

Sorayda Peguero Isaac

03 de agosto de 2018 - 11:45 p. m.

Jorge Luis Borges lo recordaba como un hombre al que los argentinos no le perdonaron que fuera dominicano y mulato. Pedro Henríquez Ureña fue profesor, filósofo, periodista, filólogo, abogado, ensayista. Era un humanista tímido y silencioso, del que sus estudiantes decían que jamás hacía distinciones entre ellos. Ernesto Sábato, que fue su alumno en el Colegio Nacional de la Plata, lamentaba que los demás profesores lo trataran con hostilidad, y que no lo dejaran ser titular de ninguna Facultad de Letras en Argentina. Casi medio siglo después de asistir a sus clases, sus alumnos lo recordaban llorando. Esta mañana me preguntaba si ese trato igualitario que Henríquez Ureña practicaba con sus estudiantes no buscaba evitar, justamente, exclusiones como las que él mismo sufrió.

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La idea de que en las aulas se remarquen las diferencias entre ganadores y perdedores me parece macabra. No sé nada de pedagogía, pero conozco las bellaquerías que impulsan esas distinciones. Las asignaturas en las que obtenía notas aceptables eran las que me gustaban, las de letras. Como cursé un bachillerato especializado en Ciencias Físicas y Matemáticas, mis notas no eran para lanzar cohetes. Durante las clases de física y trigonometría me distraía hablando con quien más cerca estuviera, o escribiendo “poemas” en un cuaderno de espiral. No me sentaba en la primera fila, pocas veces levantaba la mano y nunca estuve en la lista de los premiados al final del curso. Yo miraba la excelencia escolar desde las gradas.

En el último año algo cambió. Escribí un texto para la clase de libre expresión del profesor de literatura. Lo leí como hacía siempre que me tocaba, de pie, delante de todos. Cuando pronuncié la última palabra, en el aula se desató una bulla de aplausos. El profesor, que me miraba y sonreía con todos sus dientes, dijo que yo merecía la nota máxima. Algunos miembros de las altas esferas del saber no estuvieron contentos con la decisión. Ignorando que los caminos de la pasión son inescrutables, ni siquiera se detuvieron a pensar que no se trataba de un efecto buscado. Ese mismo día, una compañera, y amiga, le insinuó al profesor que el título del texto era un plagio. Unas semanas más tarde, otra compañera, y amiga, me expulsó del grupo de lectura que dirigía sin darme explicaciones. Yo no era una amenaza: era una intrusa. Como una nueva rica que se cuela en una fiesta de viejas aristócratas sin haber sido invitada.

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Imagino que es difícil ser el mejor en todo, y siempre. Recibir el reconocimiento de los compañeros y de las autoridades académicas es la parte linda de la historia. Pero se necesita trabajar duro para mantener esa reputación. No me opongo a que los logros de un estudiante sean celebrados, solo creo que deberían mencionarnos, aunque sea de pasada, que el mundo es grande, que la vida es larga, que no todo puede medirse y que la envidia le ha hecho más daño a la humanidad que la viruela. Todos acabaremos perdiendo cosas importantes a lo largo de nuestras vidas. Ganar está muy bien, pero no deja de ser una conquista perecedera. En la herida del adolescente que no soporta que un compañero se atreva a darle una probadita al pastel del éxito —esa idea disparatada del éxito que pronto nos meten en la cabeza—, es donde florece la semilla de la auténtica mediocridad.

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sorayda.peguero@gmail.com

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